Art. Opinión de Jesús Navarro Alberola
El día que descubrí que mis zapatillas favoritas para correr no eran «Made in USA» como creía, sino «Made in China», me llevé una gran decepción. Pero no fue la única, poco a poco perdí la inocencia de consumidor entregado a las marcas y empecé a leer la letra pequeña de las etiquetas. Los vaqueros americanos de marca, pero fabricados en Corea. La camisa italiana, pero hecha en Thailandia. El azafrán español pero cultivado en Irán. La naranja valenciana de Marruecos, el tomate también. El sofá de Vietnam, los muebles de Rumanía, …el DVD -«¡será de Japón!, ¿no? …Bueno, casi, pero es de China, total son todos iguales»-, dice con una sonrisa, el vendedor de El Corte Inglés, por cierto esta empresa (a pesar del «Inglés») sí que es española, menos mal.
En nuestra mente habíamos asociado las grandes marcas a lo que representaban en cuanto a estilo y forma de vida de los países donde se fabricaban. Así, Estados Unidos representa la libertad y la vanguardia, conceptos que se podían comprar a través de unos simples pantalones vaqueros. Italia es moda exclusiva y de lujo -me compro unos zapatos de Milán, y ya está-. Alemania, motores robustos y perfectos -coche al canto-. Japón, lo último en tecnología -cámara al hombro-. Francia, el paraíso gastronómico -champagne al cuerpo-.
Estas grandes empresas agobiadas por el creciente mercado global, tuvieron que deslocalizar la fabricación para seguir siendo competitivas. Con su gran poder de innovación y comunicación constante han conseguido convencernos que las zapatillas Nike, hechas en China, siguen siendo muy buenas, que a la camisa de Moschino si le cortas la etiqueta donde pone «Made in Thailandia», es la misma, o que la paella del fin de semana, tiene el mismo color y aroma con el azafrán de Irán.
Por suerte, hoy en día, el consumidor, en general, está más formado e informado y valora numerosos aspectos a la hora de tomar sus decisiones de compra, basándose en la mezcla, para él más conveniente, de marca, precio, calidad, innovación, practicidad o cualquier otra característica que sea importante en su momento vital y social. Es el consumidor quien debe orientar a los fabricantes y a la distribución. No la competencia, y menos el sector. Hoy no se puede construir una empresa haciendo lo que hacen todos. Siguiendo la corriente del río nuestro único poder de «diferenciación» es el precio, y así nuestro futuro sólo tiene un color, el negro. O mejor dicho, el «amarillo» de los paises asiáticos.
El factor precio es importante, pero para conseguir que un proyecto se mantenga, se extienda y consiga la fidelidad del cliente, hace falta mucho más. Enfocar el negocio desde la perspectiva prioritaria de la marca, desarrollarla a través de la extensión de productos o servicios y mantenerla viva en la mente, en el corazón y en la cartera de los clientes, es clave en el largo plazo de la vida empresarial.
Crear una marca debe ser el gran desafío de todo empresario o emprendedor, no confundir con los espontáneos del cemento y la especulación tan de moda en esta década. En ella se debe concentrar el alma y el motor de la competitividad de las empresas. Constantemente hay que reforzarlas y adaptarlas a los cambios permanentes del mercado actual. Las marcas crean valor para la empresa y el consumidor, son activos que bien gestionados, con el tiempo se revalorizan, son importantes para la toma de decisión del consumidor, y constituyen una garantía anticipada sobre la calidad de los productos o servicios. Las marcas fuertes conforman un punto de diferenciación claro, valorado y defendible en relación con la competencia. Y además, obligan a tener claridad en el enfoque estratégico y en la ejecución de los planes.
La fuerza de una marca es decisiva para atraer y retener a los mejores empleados. Y lo que es más interesante, son la taquigrafía que los clientes usan para orientarse en sus compras. Y, si tienen la opción, seguirán siendo leales a sus marcas, tanto de productos como de servicios, durante mucho tiempo.
El turrón de Xixona, los juguetes de Ibi, el calzado de Elda y Elx, el mármol de Novelda, el mueble de Valencia, el textil de Alcoi o la cerámica de Castellón, entre otros, son un ejemplo de que, en algunos aspectos el valor territorial histórico y tradicional puede contribuir a establecer también una diferenciación. De hecho, el atractivo de una marca con frecuencia se vincula a la confianza y a la autenticidad de su procedencia. Los consumidores somos sensibles al origen de los productos, como decíamos antes, pero la marca ha de ser capaz de superar su propio origen y, aunque impregnada de él, ser al mismo tiempo competitiva, llegando incluso, si es necesario, a la deslocalización o multideslocalización de la producción, evitando siempre la ruptura traumática con el pasado, y reciclando a los trabajadores de producción a otros departamentos de la empresa, con políticas intensas de formación. Si no se asume la responsabilidad social la marca iniciará un declive imparable, porque ella misma es parte de la sociedad.
El consumidor no va a comprar por caridad o por la tradición de muchos años. Comprará los productos que le transmitan las sensaciones que él quiere percibir y que a la vez cubran sus necesidades al precio que considera justo.
Muchas empresas de nuestra zona son paradigmáticas para todos los que hemos decidido aventurarnos en la apasionante vida empresarial. Todas tienen el denominador común de haber construido una marca con alma, que va más allá del producto y de su propio origen e historia.
Chocolates Valor, Panama Jack, Nordika’s, Dulcesol, Jump, Lladró, Porcelanosa, o Mercadona, son, entre otros, algunos de los ejemplos valencianos de lo que significa navegar a contracorriente.