ASOMBRO EN LA ORILLA
Era en la mañana de un 23 de Diciembre. Hace ya varios años. Hacia el mediodía. Caminaban por la arena, cerca de la orilla, él, su abuelo y su hermana. Habían venido de Madrid por las vacaciones de Navidad. Recorrían la Playa de San Juan. Una playa con muchas conchitas transparentes, como joyas, de variados colores, inhabituales antes, que habían venido con las nuevas arenas de la restauración de la bahía, pero sin ninguna caracola de relativo tamaño. La playa de San Juan había llegado casi a desaparecer. Ya no se podía acceder, sin pisar agua, al cabo de las Huertas, por la parte sur, como toda la vida. Hubo que reponerle la arena. La trajo, durante meses, sobre grandes barcazas, de una sierra de Benidorm, el alcalde Lassaleta, a quien nunca se lo agradeceré bastante, como vecino de esta playa, pese a que en cierta ocasión tuvimos un fuerte rifirrafe en el viejo ABC de Alicante, con motivo de la Santa Faz. Fuerte, fuerte. Pero lo cortés no debe quitar nunca lo valiente. Aquella fue una auténtica obra de romanos.
La mañana, gris, como muchas de Diciembre, pero tranquila, sin viento, ni frío. Y Juan Carlos, empeñado en encontrar una caracola grande y hermosa para regalarla por la Pascua, a su madre. Su abuelo le advertía de lo inútil del propósito. Pero el chaval insistía. Despreciaba las preciosas conchitas transparentes, de todos los colores, como vieiras diminutas, enroscados nácares de todos los colores, que trajo la nueva arena, empeñado en encontrar lo que aquella playa no ofrecía ni ofrece.
De momento, sin verlo venir, tal vez porque ellos, los tres, iban con la cabeza agachada, mirando al suelo, buscando con los ojos, se les presenta un joven, vestido normalmente, de aspecto absolutamente corriente, que, sin decir palabra, pone en la mano de Juan Carlos una hermosa caracola de regular tamaño. Ni tiempo hubo para que le diésemos las gracias. Absortos en la contemplación de la inverosímil caracola, ni nos dimos cuenta de la marcha del raro donante. Y cuando levantamos la vista e intentamos localizarle, ya no estaba. Ni siquiera se perdía a lo lejos. La sorpresa del hecho y el interés con que mirábamos todos la caracola en la mano de Pitufo, nos impidió percatarnos de como se había presentado ante nosotros ni del modo como había desaparecido. Esto no es un cuento de Navidad. Escribo lo que viví, junto a mis nietos Juan Carlos y Charo.
¿Cómo sabía aquel muchacho lo que buscaba Pitufo con tanto interés, allí, donde, por otra parte, era, si no difícil, muy infrecuente? ¿Dónde lo encontró él, si por allí no lo había? ¿Por qué nos lo trajo, sin decir absolutamente nada, simplemente extendiendo la mano del niño y colocando en ella aquel tesorillo? ¿De donde venía? ¿A dónde se fué y cómo, además, de manera tan rápida? ¿Cómo no advertimos que venía ni que se iba? Algo falla en la congruencia de los hechos y la sucesión de los tiempos.
Esto no es un cuento, repito. Es un relato real. Los chavales pensaron que debió tratarse de un ángel. Un ángel atípico, sin alas, de paisano… La Navidad, tan próxima, invitaba a pensar en ellos. Juan Carlos está persuadido de que vivió un milagro. De la manera más sencilla y menos aparatosa. Yo, no sé qué pensar…Pero me acaricia el corazón recordarlo y aun se me eriza el vello…Ahora Charo es una hermosa mujer que va a tener su primer hijo. Otro milagro. Y Juan Carlos Pitufo, un tiarrón con los calzones acantinflados y un hierrito en la nariz. Se lo perdono porque es muy buena persona.
Ha pasado el tiempo pero aquello fue absolutamente inolvidable. Todas las navidades me lo traen al emocionado recuerdo.
Un relato tierno, que me ha dejado pensando… Ocurren, a veces, hechos inexplicables que con el paso de los años siguen manteniendo un halo casi mágico, que en cierto modo se escapan de lo físico, de las razones…, de ahí que difícilmente se olviden por mucho que haya pasado el tiempo, dada su excepcionalidad. Entiendo que cada 23 de diciembre revivas ese momento, no es para menos. Doy por hecho que para ti, para vosotros, fue bello vivirlo, como también ha sido ahora bello para nosotros el que lo cuentes y poder leerlo.
Muy bonito espejo de aquello no menos bonito que os pasó… Feliz Navidad, Luis.
Un abrazo.
Era su Ángel Custodio, su Ángel de la Guarda. Juan Carlos, de alguna manera inefable, lo había invocado.
Buen y Santo Nuevo Año, Luis, para ti, para Charo y toda tu querida familia.