Art. de opinión de Jesús Navarro Alberola

«El Jumillano: Catedral de los sentidos»

Existen lugares que te hacen sentir como en casa. Lugares en los que, al llegar, el calor humano y el buen ambiente te llenan con una sensación indescriptible, parecida a la que sentimos al traspasar, en estos días de invierno, la puerta de nuestros hogares.

Al entrar en el Restaurante Jumillano pasa lo mismo. Abrimos la acristalada puerta de madera y enseguida nos ciega el afilado resplandor del cuchillo jamonero. Tinín, el camarero, como torero en el ruedo, mueve con arte y maestría la espada sobre el miura (mejor dicho, sobre el joselito) de turno, mientras esboza en su rostro la humilde sonrisa del mejor de los recibimientos, la más perfecta de las bienvenidas. Toreros ha habido muchos: Tinín solo hay uno. Su arte convierte los platos en un paraíso selecto: tomate sin piel con orégano y ventresca, mojama negra como las de antes, sobrasada con queso fundido, quisquilla con una caña recién tirada…

A estas alturas, degustando los primeros entrantes, el aroma de las especias ya suena como una sinfonía en nuestro olfato y de la cocina nos llega el olor a guiso de la abuela, a gambas a la plancha, a pescado fresco, a carne recién hecha. Desde las paredes nos observan atentos Hemingway y sus amigos toreros de los años 50, una fotografía inmensa de José María Manzanares hijo, carteles de corridas y festejos y obras de arte. Las épocas se entremezclan y los colores se funden, con ese perfecto sincretismo de la Historia con mayúsculas.

Porque aquí, en el Jumillano, no solo nosotros nos sentimos bien: los toreros, los joselitos, los vinos han encontrado en este lugar su Catedral, un espacio para las conversaciones en compañía de café, copa, puro y buenos amigos. Los ingredientes de los platos se conjugan en el fuego para mostrarse puros en nuestro paladar. Nada sería igual sin el Restaurante Jumillano, que abrió sus puertas en 1941 y permanece casi intacto en sus más de sesenta años de existencia, como una hermosa muestra de que el tiempo va limando las personas y los lugares, pero la esencia, si es pura en alma, perdura para siempre.

Tras los aperitivos, salen los picadores en forma de pinchitos de cordero con especias. El público pide ver al maestro. Y aparece entonces la chaqueta blanca del Cordobés, el «maître», y del toro ya se ve el rabo que, con patatas y superando a El Caballo Rojo de la Mezquita de Córdoba, nos pone contra la barrera con el gusto sabroso aún en nuestras bocas. Cruz Martín, el artista cocinero, se dispone a darnos la puntilla con los postres, mientras observa desde la ventanilla de la cocina cómo todos vamos doblando impunes la rodilla, hincando el alma en el albero. Solo queda el aplauso final, los pañuelos blancos del público, los vítores, el respeto ganado tras décadas de impoluta faena.

El paladar lo exige y el cuerpo lo demanda: dos orejas y rabo para Miguel Pérez, que sigue demostrando que es posible levantar día tras día, tras las puertas del Restaurante Jumillano, una verdadera Catedral de los sentidos.

Otras noticias de interés

7,727FansMe gusta
2,647SeguidoresSeguir
2,764SeguidoresSeguir
4,730SuscriptoresSuscribirte

últimas noticias