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Jesús Navarro Alberola
Durante las semanas más duras de esta pandemia infinita, salir al balcón o a la terraza a aplaudir a los sanitarios era el nexo de toda una sociedad encerrada en sus casas, el pegamento que nos unió en esos días de cifras crueles. Igual que ese faro que, en mitad de la tempestad nocturna, le muestra al barco hacia dónde dirigirse. España tiene la mejor sanidad del mundo, la envidia de cualquier país, y cada aplauso era la constatación de esa realidad. Tras meses de sufrimiento, muerte, UCI colapsadas y brutal cansancio, podríamos pensar que nuestros médicos, enfermeros y demás personal sanitario ha alcanzado un punto de extenuación tal que ya viven con la derrota por bandera. Pero no es así. Y es triste darse cuenta solo cuando uno se enfrenta al dolor de las urgencias en primera persona.
Hace dos noches, el martes 7 de diciembre, mi hermana María Jesús sufría una perforación en el colon y tuvo que operarse de urgencias. Era víspera de fiesta nacional, pero allí estaban, a las 19:20 h: ocho médicos de guardia, disponibles 24 horas, para dar lo mejor de sí mismos. La ambulancia atravesó Alicante, pasando por delante de clínicas privadas y concertadas, todas cerradas, siguiendo la luz del faro que nos ilumina y nos protege a todos: el Hospital General. Allí, esa seguridad social que no discrimina a nadie y que abre los brazos sin dudarlo, la acogió.
Después, los nervios. Las llamadas a deshoras. La angustia por no saber. Las prisas. Las conversaciones telefónicas cruzadas. Llamas o te llaman para compartir noticias, y a veces la línea comunica y uno se pone peor. Más nervioso. Todo el trayecto hacia el hospital iba pensando en lo mismo: me van a tratar fatal, ni siquiera me dejarán entrar. Después del bombardeo diario de cifras, muertes y datos, me imaginé unas urgencias saturadas y un personal indiferente para el que sería menos que un número.
Todo lo contrario. En recepción, de forma muy amable, una chica me dijo adónde tenía que acudir. Con los nervios, no acerté a comprender demasiado, y un hombre salió conmigo a la calle para indicarme el camino. Me acompañó hasta la misma puerta de urgencias. En cada mostrador, un cristal protector contra el coronavirus, pero las sonrisas se sienten a la perfección a pesar de las mascarillas. Ya en urgencias, expliqué lo que ocurría (con los nervios, solo conseguía balbucear: hermana, colon, operación, urgencia…) y, de nuevo, me atendieron con cariño. Me acompañaron otra vez hasta donde estaba mi hermana. Parecía un hospital de guerra, pero sin el tono gris de las películas: todo era civismo y respeto. Como si, de pronto, todos los pacientes entendieran que el dolor es solo tuyo y de nadie más. Los cirujanos me explicaron cómo iba a ser la operación, y así con cualquier persona, con palabras entendibles y, de nuevo, una sonrisa dibujada bajo la mascarilla.
Ahora, con mi hermana fuera de peligro, me doy cuenta de lo poco que conocemos realmente los hospitales. Únicamente ante un problema grave de salud de un familiar, lo que es peor que sufrirlo en tus carnes, apreciamos la suerte que tenemos de vivir en España, con esta seguridad social que te recibe a cualquier hora, sin avisar, preparada y armada hasta los dientes para combatir cualquier urgencia. Es el paraguas gratuito que nos dan al nacer junto con el DNI, por si un día acaso llueve. Es la factura que todos pagamos para ayudarnos entre todos, sea quien sea y venga de donde venga. Una sanidad pública, universal y gratuita que es el mejor ejemplo de nuestra marca España.
En unos meses, pasamos de los aplausos diarios y al olvido con una facilidad pasmosa. No olvidemos a estos trabajadores de nuestro bien más valioso: la salud. Se dejan la piel, y en ocasiones también la vida, en esta guerra contra la COVID, pero siguen en pie, dando lo mejor de sí hasta el último aliento. El pasado martes vi, en lugar de la palabra urgencias, brillando en mitad de la noche, la palabra empatía. Vi enfermeras y médicos, médicas y enfermeros, con un nivel de profesionalidad tan grande como su grado de humanidad. Era una orquesta sincronizada en un espacio digno, limpio, organizado… y la música llegaba al corazón de forma tan directa que los espectadores (familiares y enfermos) nos veíamos contagiados del amor y comprensión que reinaban en aquella sala donde uno juega el partido de su vida. Ojalá nunca permitamos que dejen de tocar.
Hermosa manera de poner en valor el trabajo de unos profesionales como los sanitarios, que cuidan de nuestra salud diariamente. A pesar de todo y contra todo, con las limitaciones que les marcan las administraciones, los medios y las circunstancias, la gran mayoría de ellos son realmente buenos. Nunca está de más un reconocimiento público a su voluntad, dedicación y el cariño con que nos tratan porque, aunque parezca mentira, la mayoría de las veces se nos olvida darles las gracias por todo aquello que creemos su obligación y que, sin embargo, no es más que cortesía personal y profesional.
Muchas gracias por tu agradecimiento y tus palabras por la parte que me toca como sanitaria.