“En la combinación de diferentes recuerdos, nuestro cerebro filtra todas las emociones negativas. Por eso nos gusta mirar hacia el pasado, porque nos sentimos bien con él” – Alan R. Hirsh
Si pudiera volver a vivir algunos momentos de mi vida, ahora dudo de si me gustarían o me llevaría una extraña decepción, independientemente de que fueran los buenos o los malos. Es probable que los buenos dejaran de serlo tanto; y los malos, tal vez, los reviviera con una dosis de redención que los hiciera parecer mejores. En cualquier caso ambos me ayudarían a comprender quien era yo en realidad en ese momento y en qué medida mi fantasía de tiempos-pasados-siempre-fueron-mejores se vería afectada.
Casi la totalidad de los poetas de la nostalgia no estarán de acuerdo con que no sería tan agradable volver a vivir momentos que tenemos idealizados en la memoria por una razón u otra. Algunos piensan que si tuvieran una máquina del tiempo volverían a vivir los momentos que fueron felices. No sé por qué esto me huele a trampa: creo se rompería el encanto que tienen esas memorias y nos sentiríamos más defraudados que felices.
Como es imposible demostrarlo de forma científica, porque todavía nadie ha viajado en el tiempo, voy a hacer un esfuerzo de imaginación y voy a revivir uno de los que considero un buen recuerdo con lo que sé ahora a los sesenta y tres años de vida. Como si de un sueño se tratara al revivirlo no siento lo que recordaba que sentía, es mucho más insulso, prosaico y apenas me emociona; llego incluso a querer irme de la escena para no estropearla para siempre. Después de esta experiencia imaginada, me siento más ligero: el presente, de pronto, se ha liberado del peso del pasado y ha subido el volumen de la emoción. Las pasados felices y las ilusiones de felicidad futura minan el presente con un agobiante peso. Si hago el mismo esfuerzo imaginativo con el futuro y me voy a la isla paradisíaca donde se supone que sería feliz y me doy cuenta de que me aburro y de que una vez tumbado en una hamaca entre dos palmeras y el azul turquesa de un mar caribeño, en realidad era más feliz ahora con mi día a día me ocurre lo mismo que con los felices recuerdos.
En cambio ahora me desplazo a un recuerdo que había olvidado por desagradable, paradójicamente, me encuentro más a gusto reviviéndolo porque con lo que sé ahora no parece tan malo. De hecho le observo un valor importante y necesario para comprender mi felicidad actual, cosa que el feliz recuerdo nublaba con su oropel mi día a día, mi carpe diem.
Ambas experiencias son un abismo o un laberinto: un vértigo indescriptible y aséptico como el de los sueños. Los árboles no los dejan ver el bosque. Y sí, me he convertido en un leñador cuya hacha son estos ejercicios de relativización de las ilusiones pasadas y futuras.
Algo parecido me pasa con algunas fotos. Según el tiempo en que las reveo percibo unas emociones que se transforman: algunas para mejor, más cálidas, otras, en cambio se van enfriando. Me sirven como referente de cómo he cambiado o cómo siento la vida. Incluso las hay que pasan de haber sido indiferentes a adquirir un nuevo sentido que me toca en no sé que parte del inconsciente y me atrapan en un sentimiento desconocido y parecido a experimentar la vida por primera vez.
Luego no son las fotos, sino lo que proyectamos, los que las hace valiosas y les da sentido; ellas solo señalan o iluminan partes de nosotros que estaban dormidas, olvidadas o en completa oscuridad. Pero ese vestigio que hallamos en algunas fotos, solo lo percibimos cuando estamos preparados para verlo. Y de eso se encarga la vida: la que corre por dentro y la que nos arrastra por fuera como un río dentro de un río.
José Fernando Martínez Fernández (Charly Rebel)