Artículo de opinión de Francisco Penalva Aracil
De los otoños quizá lo mejor sean sus atardeceres. Son aquellos en los que la luz es especialmente poética e inspiradora de deseos y sueños.
Sin embargo y de mis deseos tengo con una profunda desconfianza que se cumplan. Por lo que yo, uno de los tantos escépticos que somos conscientes de que las cosas cambien para bien, quiero aprovechar el otoño para disfrutar de mi refugio particular. A él, llevaré mi sombrero de paja, una hamaca de madera y lona de varios colores, de aquellas tan cómodas. Y allí, podré vivir parte de mis sueños sentado bajo una morera, acompañado solo, por el canto de los pájaros y notando en mi cuerpo, el reflejo de ese viento fresco del atardecer que tanto anhelamos después del verano.
Mirando las ramas de las palmeras que aletean como si te saludaran, espero a que llegue la noche, notando como el sonido del campo baja de volumen en paralelo a la llegada de la oscuridad, viendo atento y con emoción, como la tierra cambia de color. Ella, la tierra, no es sino paisaje que descansa, esperando agotada a veces durante cientos de años a recuperarse para transformarse otra vez en lugar de siembra, camino, o montaña.
Entre el monótono ladrido de los perros todo se va apagando lentamente, llega la noche y la luna ya se ve con toda su luz en el horizonte; blanca, redonda, con manchas de un gris claro, conforme aparece brilla más. Y la oscuridad cubre con su manto los objetos.
Y renacen otros perfumes campestres que ahora son: A frutos que maduran en su árbol, o fragancias de flores que están ocultas, y al olerlas, sientes esa enigmática sensación de no saber de qué minúsculo paraíso te llegan, sus nocturnos y poéticos aromas.