Artículo de opinión de Victoria Céspedes
En la actual política de la izquierda, el dolor colectivo y los traumas históricos se han convertido en herramientas de manipulación. Lejos de ser utilizados como elementos para sanar y construir un futuro común, estos recuerdos se explotan para perpetuar divisiones, consolidar poder y justificar agendas. Esta práctica de «la política del sufrimiento», expone cómo el pasado se reescribe y el presente se instrumentaliza para obtener réditos políticos, dejando de lado a las verdaderas víctimas.
Usan el pasado como arma política. Las dictaduras, guerras, genocidios y opresiones se desempolvan, líderes y partidos construyen sus narrativas sobre «nosotros contra ellos», alimentando resentimientos que dividen a las sociedades en lugar de unirlas. Este tipo de manipulación impide el progreso. En lugar de avanzar hacia la reconciliación, las heridas históricas permanecen abiertas, usadas como herramientas para deslegitimar a adversarios y consolidar agendas.
Lo más preocupante es que las víctimas reales son las más ignoradas en este proceso. Sus experiencias se convierten en símbolos al servicio de intereses políticos, mientras sus necesidades reales siguen desatendidas. La izquierda es muy dada a exaltar el dolor ajeno como un recurso narrativo, pero no trabaja en políticas efectivas para reparar heridas. Una izquierda que solo ve la paja en el ojo ajeno.
El dolor actual también es explotado. La pobreza, las crisis, los conflictos sociales y las desgracias naturales se usan como combustible para los debates y discursos políticos. Las tragedias humanas son manipuladas para movilizar emociones y ganar influencia, sin soluciones reales. Esto refuerza una cultura de victimización donde las personas quedan atrapadas en su sufrimiento, mientras quienes explotan estos discursos se benefician.
Esta estrategia tiene consecuencias devastadoras pues rompen el diálogo, en lugar de buscar soluciones, perpetuando las divisiones e ignorando las demandas de los afectados.
Es hora de rechazar la instrumentalización del dolor. Las políticas de memoria deben enfocarse en promover la reconciliación, la reparación y la construcción de un futuro común.
Sólo una ciudadanía crítica y comprometida puede desmontar estos discursos y exigir una política que respete el sufrimiento, lo reconozca y actúe con equidad y responsabilidad.