Opinión de Chary Rebel | El sentimiento de vacío y no pertenencia

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Arnaldo Pangrazzi, en su libro La pérdida de un ser querido, dice que un grave luto vivido en la infancia tiene serias implicaciones en el desarrollo de una persona. El niño que ha perdido a su padre vive la experiencia de no pertenencia, sintiéndose distinto a los demás.

Mi padre tenía seis años cuando el suyo desapareció en una checa de Madrid a comienzos de la Guerra Civil Española. Afortunadamente para él, su abuela Antonia supo conservar la entereza y valor para interpretar el papel de padre y educadora.

Antonia Lorente Martínez había conseguido lo que deseaba en su vida. De criada analfabeta en régimen de esclavitud en una casa de caciques del pueblo de Tobarra, Albacete, pasó a licenciarse, en 1899, como profesora en partos por la Universidad Literaria de Valencia.

Clandestinamente, mientras servía de cocinera para un abogado de Valencia, aprendió a leer y escribir con un amanuense aprovechando que iba al mercado a comprar. Una noche, el dueño de la casa la sorprendió leyendo en su biblioteca nada menos que El derecho romano.  Con gran sorpresa, descubrió que tenía memoria fotográfica y un alto coeficiente intelectual. Como filántropo y republicano que resultó ser aquel abogado, le facilitó y pagó sus estudios; y en tan solo tres años obtuvo su título universitario. Tuvo dos hijos y dos nietos que, junto a la conquista de la independencia que le confería trabajar como partera, fueron la fuente de toda su felicidad. Pero la Guerra Civil, como a muchas personas más, le arrebató todo lo que daba sentido y satisfacción a su vida: sus dos hijos, asesinados respectivamente por cada una de las dos Españas de Machado. Naufragó en un duelo crónico y patológico que no se cerró nunca, además de privarnos a nosotros su descendientes de  objetos de recuerdo que nos permitieran cerrar de algún modo ese duelo transgeneracional. Ni siquiera permitió dejar un cuerpo al que poder visitar, ya que exigió ser enterrada en una fosa común.

En 1936, mi padre, con seis años, comenzó a lidiar con un dolor emocional acentuado por la desaparición del suyo y la incertidumbre de que su padre pudiera haber sobrevivido y volviera al final de la guerra. La  trágica aceptación de que no apareciera acabado el conflicto, cayó como la losa definitiva que complicó su estado de ánimo y marcó su personalidad para el resto de su vida.  Para colmo de males, tuvo que sobrellevar la desconsolada tristeza que percibía de su madre y de su abuela. Me cuesta imaginar qué clase de pensamientos y sueños recorrieron  su mente en esos años de infancia secuestrada. Algo de lo que sucedía en su psique se podría extraer de una anécdota que tuvo lugar el primer año en que ingresó en el seminario San José de Murcia, al término de la guerra: Durante los recreos, mi padre se refugiaba en la capilla del seminario y permanecía de rodillas rezando oraciones en latín que había aprendido de su abuela. Alguien lo vio y alertó al director del centro, don Donaciano, que de inmediato fue a verle. A la pregunta de por qué no jugaba con el resto de los demás muchachos (aquí de nuevo el sentimiento de no pertenencia), le respondió que rezaba para que vinieran los rojos, lo mataran y así poder reunirse con su padre.

Antonia supo  infligir la suficiente sabiduría y fortaleza que explican que mi padre haya sido tan distinto a los demás padres que he conocido; en especial, en los años mi infancia y adolescencia en plena dictadura franquista. Ya en el seminario, “adoptó” por instinto a algunos compañeros que sabía que habían perdido a su padre en la guerra. Esto fue una constante el resto de su vida. Aún hoy, con noventa y cinco años, tiene “hijos” que acuden a él buscando consejo o simple compañía. Unos venían a verlo porque en su casa no tenían enciclopedia para consultar para sus trabajos de clase; otros, simplemente a aprender a leer y escribir. La satisfacción de enseñar y orientar era su pago.

Aquella tristeza le había provocado un vacío en el alma que, a lo largo de su vida, conjuró mediante ese rol de tutor filantrópico de aquellos que buscaban en él al padre perdido.

Yo también sentí ese vacío, con toda su intensidad, al morir de mi mujer de cáncer. Era como si se hubiera instalado en la estructura de mi vida un agujero negro, donde antes había una estrella, que se traga todos los sueños, las ilusiones y los momentos de felicidad; y que solo deja recuerdos tristes o dolorosos que se reiteren como una canción en bucle en las noches de insomnio. Únicamente encontré paz y consuelo en la soledad que da el mar, la montaña o el viento. Cuando te dejas acompañar por ellos, comprendes que son un vacío eterno que se ha tragado todos los males; y su fuerza, esa que alimenta a los poetas, es capaz de absorber cualquier dolor.

José Fernando Martínez Fernández. (Charly Rebel)

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