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Isidro Seller | Artículo de opinión de José Fernando M. F. (Charly)

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Isidro Seller no se abría fácilmente a los demás. Pero cuando lo hacía descubrías un pozo de bondad y afabilidad. Era una persona hermética, poliédrica y con aristas. Decía que sabía muchas cosas menos hacer dinero; y sonreía con la extraña tristeza de los sabios que describió en un poema mi amigo Joaquín Juan. Escondía un secreto que  solo se desveló cuando se leyó su testamento. Durante los años de la dictadura no se hablaba de los asuntos de la guerra. Lo que pasaba en aquel tiempo se quedaba encerrado en los archivos de cada alma; unos por miedo, otros por prudencia o para no herir con sus dolorosas memorias a sus familiares. Él no tuvo familia. Pero al morir, apareció una heredera fruto de una aventura amorosa de la Guerra Civil que le dijo al notario: —¿Ahora que está muerto se acuerda de mí?

Mi padre era un cliente asiduo a su tienda de libros y fotografía. Las afinidades electivas, la pasión por los libros y la ópera, los convirtieron amigos de tertulias. Me puedo imaginar la sabiduría que destilarían aquellas conversaciones que, conociendo lo mordaz e irónico que puede llegar a ser mi padre, no les faltaría muy buen humor y crítica sarcástica y subversiva. Tenía un contacto estrecho con grandes de la fotografía nacional e internacional. Tuvo muchos discípulos que acabaron siendo fotógrafos profesionales y a él acudían cuando tenían dudas. En su escaparate se exponían las fotos premiadas de un concurso nacional de fotografía que organizaba una agrupación de Novelda. En los años sesenta este personaje suplía gran parte de las carencias culturales del pueblo, tenía un servicio de préstamo de libros, acción que se podría considerar casi revolucionaria teniendo en cuenta el ambiente dictatorial del momento.   

Allá por el año 2005 encontré, en la caja de las fotografías, una en la que aparecen aquellos buenos amigos en el patio de la tienda. Este hallazgo me provocó un sentimiento parecido al que le produjo la foto de la madre, a partir de la cual, Roland Barthes escribió La cámara lúcida. En mi caso, aunque ahora me inspira más para escribir un ensayo narrativo, por aquel entonces, opté por  realizar una exposición en 2006 que titulé Cuarenta años de fotografía. En ella se recogía una antología de premios nacionales e internacionales, publicaciones, cámaras estenopeicas y procesos antiguos y alternativos; resumen de todo mi periplo en el mundo de la fotografía que partía de aquella primera foto hasta aquella fecha.

Yo tenía cinco años cuando mi padre me pidió que le acompañara a la tienda de Isidro, tenía una sorpresa que darme. Lo primero que me vino a la mente fue que había encontrado una varita mágica. Pensé que era perfectamente posible que en aquella misteriosa tienda pudieran encontrarse cosas así.

Aquella tarde, Isidro puso en mis manos una Kodak Brownie Fiesta —algo de magia sí tenía aquel objeto, no cabe duda—; una cámara barata de plástico que hacía fotos en formato cuadrado. Fue como si un gigante salido de una lámpara me explicara su funcionamiento: cómo se pasaba la película mientras girabas una palanquita en la parte inferior y se veía pasar, a través de una ventanita roja, una serie de puntos previos al número que aparecía tras ellos y que indicaba que la foto estaba lista para ser disparada. Acto seguido me dijo:

—Venga, vamos al patio y nos haces una foto a tu padre y a mí.

Me sentía como si de verdad fuera a meterlos dentro de la cámara. Me produjo una gran tensión y ansiedad la responsabilidad de no pifiarla. Nunca había tenido en las manos nada semejante. Me armé de valor, miré por el visor —mi padre no dejaba de hablarme y yo no lo entendía—, pulsé un resorte metálico en un lateral de la cámara y se escuchó un clic, más parecido a un ñac, que como un pitido del oído desapareció dentro de aquella caja oscura, aquella lámpara maravillosa. Lo viví como si fuera pura ciencia ficción y fantasía, todavía inmerso en el realismo mágico de la infancia.

El encuentro de aquella foto, treinta y nueve años después, me  hizo ver que me había convertido el alter ego de Isidro Seller. Además de fotógrafo amateur, me hice librero anticuario a tiempo parcial. Todo empezó con la búsqueda de libros antiguos de fotografía en los que podría encontrar fórmulas y procedimientos fotográficos desaparecidos. Coincidió con los comienzos de Internet y, tras estudiar el lenguaje HTML, acabé lanzando la primera librería anticuaria on line en España: www.sarrias.es, que luego cambié a www.libreriarebel.com. Mi primer cliente fue Arturo Pérez Reverte. En ese momento yo era una suerte de Corso del Club Dumas. Algunos escritores acaban por encontrar a sus personajes en la vida real como le sucedió a Alan Moore. El subtítulo de la librería rezaba: localización y búsqueda de libros antiguos raros y curiosos, lo que me convertía en un detective de libros.

Isidro fue el referente que me lanzó a la aventura en la que acabé desarrollando y disfrutando sus mismas pasiones. Su influencia es comparable  a una energía con una brújula un poco loca que me orientó o desorientó —desorientarse, perderse, es aconsejable cuando se buscan alternativas—. Por decirlo de modo alegórico fue como esa imagen de un daguerrotipo en el que nuestro reflejo se funde con su retratado y acabamos, como por un hechizo y tras el paso de los años, convertidos en aquel personaje detenido en el tiempo.  ¿No se parece esto a lo que le ocurre al héroe de los relatos cuando aparece el sabio aliado, o al donante de las funciones Valdimir Propp?

noviembre 2025
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