Nos dejan Paco Valladares y Pepe Rubio

Dos grandes actores nos han dejado en los últimos días, Francisco Valladares y Pepe Rubio, de 76 y 80 años respectivamente. Tuve la suerte de coincidir con ellos en diversos actos durante los últimos 20 años.

Paco Valladares ha sido una de las mejores voces del teatro y la televisión. Durante más de 55 años de carrera profesional tiene en su curriculum más de sesenta títulos en teatro, cine y televisión. Paco fue una persona muy cercana a todos los que se le acercaban para hablar con él, yo tuve ese privilegio en multitud de ocasiones, la última fue hace pocos años en una entrega de premios de la Unión de Actores. Paco recitaba como nadie, cantaba, bailaba, y era un actor que podía hacer de todo, sobre todo de galán.

Pepe Rubio, “El sinvergüenza”, una obra de teatro de Alfonso Paso que representó durante más de 16 años y que le venía como anillo al dedo. Con Pepe también coincidí en diferentes actos y galas de entrega de premios. En la última pude hablar largo y tendido con él y con su compañera de escenario Rosa Valenty

Descansen en paz.

Juan G. Olivares: A mi, Valladares hizo que me saltaran las lágrimas en el Centro Cívico (cuando aun había dinero para las horas extras de los conserjes) con esta poesía. Es larga, pero vale la pena. Para quien la quiera leer, yo la cuelgo en su memoria.

¡Qué lástima
que yo no pueda cantar a la usanza
de este tiempo lo mismo que los poetas que hoy cantan!
¡Qué lástima
que yo no pueda entonar con una voz engolada
esas brillantes romanzas
a las glorias de la patria!

¡Qué lástima
que yo no tenga una patria!
Sé que la historia es la misma, la misma siempre, que pasa
desde una tierra a otra tierra, desde una raza
a otra raza,
como pasan
esas tormentas de estío desde esta a aquella comarca.

¡Qué lástima
que yo no tenga comarca,
patria chica, tierra provinciana!
Debí nacer en la entraña
de la estepa castellana
y fui a nacer en un pueblo del que no recuerdo nada;
pasé los días azules de mi infancia en Salamanca,
y mi juventud, una juventud sombría, en la Montaña.

Después… ya no he vuelto a echar el ancla,
y ninguna de estas tierras me levanta
ni me exalta
para poder cantar siempre en la misma tonada
al mismo río que pasa
rodando las mismas aguas,
al mismo cielo, al mismo campo y en la misma casa.

¡Qué lástima
que yo no tenga una casa!
Una casa solariega y blasonada,
una casa
en que guardara,
a más de otras cosas raras,
un sillón viejo de cuero, una mesa apolillada
(que me contaran
viejas historias domésticas como a Francis Jammes y a Ayala)
y el retrato de un mi abuelo que ganara
una batalla.

¡Qué lástima
que yo no tenga un abuelo que ganara
una batalla,
retratado con una mano cruzada
en el pecho, y la otra en el puño de la espada!
Y, ¡qué lástima
que yo no tenga siquiera una espada!
Porque…, ¿Qué voy a cantar si no tengo ni una patria,
ni una tierra provinciana,
ni una casa
solariega y blasonada,
ni el retrato de un mi abuelo que ganara
una batalla,
ni un sillón viejo de cuero, ni una mesa, ni una espada?
¡Qué voy a cantar si soy un paria
que apenas tiene una capa!

Sin embargo…
en esta tierra de España
y en un pueblo de la Alcarria
hay una casa
en la que estoy de posada
y donde tengo, prestadas,
una mesa de pino y una silla de paja.

Un libro tengo también. Y todo mi ajuar se halla
en una sala
muy amplia
y muy blanca
que está en la parte más baja
y más fresca de la casa.

Tiene una luz muy clara
esta sala
tan amplia
y tan blanca…
Una luz muy clara
que entra por una ventana
que da a una calle muy ancha.
Y a la luz de esta ventana
vengo todas las mañanas.

Aquí me siento sobre mi silla de paja
y venzo las horas largas
leyendo en mi libro y viendo cómo pasa
la gente a través de la ventana.

Cosas de poca importancia
parecen un libro y el cristal de una ventana
en un pueblo de la Alcarria,
y, sin embargo, le basta
para sentir todo el ritmo de la vida a mi alma.
Que todo el ritmo del mundo por estos cristales pasa
cuando pasan
ese pastor que va detrás de las cabras
con una enorme cayada,
esa mujer agobiada
con una carga
de leña en la espalda,
esos mendigos que vienen arrastrando sus miserias, de Pastrana,
y esa niña que va a la escuela de tan mala gana.

¡Oh, esa niña! Hace un alto en mi ventana
siempre y se queda a los cristales pegada
como si fuera una estampa.

¡Qué gracia
tiene su cara
en el cristal aplastada
con la barbilla sumida y la naricilla chata!
Yo me río mucho mirándola
y la digo que es una niña muy guapa…
Ella entonces me llama
¡tonto!, y se marcha.

¡Pobre niña! Ya no pasa
por esta calle tan ancha
caminando hacia la escuela de muy mala gana,
ni se para
en mi ventana,
ni se queda a los cristales pegada
como si fuera una estampa.

Que un día se puso mala,
muy mala,
y otro día doblaron por ella a muerto las campanas.

Y en una tarde muy clara,
por esta calle tan ancha,
al través de la ventana,
vi cómo se la llevaban
en una caja
muy blanca…
En una caja
muy blanca
que tenía un cristalito en la tapa.

Por aquel cristal se la veía la cara
lo mismo que cuando estaba
pegadita al cristal de mi ventana…
Al cristal de esta ventana
que ahora me recuerda siempre el cristalito de aquella caja
tan blanca.

Todo el ritmo de la vida pasa
por el cristal de mi ventana…
¡Y la muerte también pasa!

¡Qué lástima
que no pudiendo cantar otras hazañas,
porque no tengo una patria,
ni una tierra provinciana,
ni una casa
solariega y blasonada,
ni el retrato de un mi abuelo que ganara
una batalla,
ni un sillón de viejo cuero, ni una mesa, ni una espada,
y soy un paria
que apenas tiene una capa…
venga, forzado, a cantar cosas de poca importancia! publicado

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1 COMENTARIO

  1. A mi, Valladares hizo que me saltaran las lágrimas en el Centro Cívico (cuando aun había dinero para las horas extras de los conserjes) con esta poesía. Es larga, pero vale la pena. Para quien la quiera leer, yo la cuelgo en su memoria.

    la incorporamos a la noticia

    ¡Qué lástima
    que yo no pueda cantar a la usanza
    de este tiempo lo mismo que los poetas que hoy cantan!
    ¡Qué lástima
    que yo no pueda entonar con una voz engolada
    esas brillantes romanzas
    a las glorias de la patria!
    ¡Qué lástima
    que yo no tenga una patria!
    Sé que la historia es la misma, la misma siempre, que pasa
    desde una tierra a otra tierra, desde una raza
    a otra raza,
    como pasan
    esas tormentas de estío desde esta a aquella comarca.
    ¡Qué lástima
    que yo no tenga comarca,
    patria chica, tierra provinciana!
    Debí nacer en la entraña
    de la estepa castellana
    y fui a nacer en un pueblo del que no recuerdo nada;
    pasé los días azules de mi infancia en Salamanca,
    y mi juventud, una juventud sombría, en la Montaña.
    Después… ya no he vuelto a echar el ancla,
    y ninguna de estas tierras me levanta
    ni me exalta
    para poder cantar siempre en la misma tonada
    al mismo río que pasa
    rodando las mismas aguas,
    al mismo cielo, al mismo campo y en la misma casa.
    ¡Qué lástima
    que yo no tenga una casa!
    Una casa solariega y blasonada,
    una casa
    en que guardara,
    a más de otras cosas raras,
    un sillón viejo de cuero, una mesa apolillada
    (que me contaran
    viejas historias domésticas como a Francis Jammes y a Ayala)
    y el retrato de un mi abuelo que ganara
    una batalla.
    ¡Qué lástima
    que yo no tenga un abuelo que ganara
    una batalla,
    retratado con una mano cruzada
    en el pecho, y la otra en el puño de la espada!
    Y, ¡qué lástima
    que yo no tenga siquiera una espada!
    Porque…, ¿Qué voy a cantar si no tengo ni una patria,
    ni una tierra provinciana,
    ni una casa
    solariega y blasonada,
    ni el retrato de un mi abuelo que ganara
    una batalla,
    ni un sillón viejo de cuero, ni una mesa, ni una espada?
    ¡Qué voy a cantar si soy un paria
    que apenas tiene una capa!

    Sin embargo…
    en esta tierra de España
    y en un pueblo de la Alcarria
    hay una casa
    en la que estoy de posada
    y donde tengo, prestadas,
    una mesa de pino y una silla de paja.
    Un libro tengo también. Y todo mi ajuar se halla
    en una sala
    muy amplia
    y muy blanca
    que está en la parte más baja
    y más fresca de la casa.
    Tiene una luz muy clara
    esta sala
    tan amplia
    y tan blanca…
    Una luz muy clara
    que entra por una ventana
    que da a una calle muy ancha.
    Y a la luz de esta ventana
    vengo todas las mañanas.
    Aquí me siento sobre mi silla de paja
    y venzo las horas largas
    leyendo en mi libro y viendo cómo pasa
    la gente a través de la ventana.
    Cosas de poca importancia
    parecen un libro y el cristal de una ventana
    en un pueblo de la Alcarria,
    y, sin embargo, le basta
    para sentir todo el ritmo de la vida a mi alma.
    Que todo el ritmo del mundo por estos cristales pasa
    cuando pasan
    ese pastor que va detrás de las cabras
    con una enorme cayada,
    esa mujer agobiada
    con una carga
    de leña en la espalda,
    esos mendigos que vienen arrastrando sus miserias, de Pastrana,
    y esa niña que va a la escuela de tan mala gana.
    ¡Oh, esa niña! Hace un alto en mi ventana
    siempre y se queda a los cristales pegada
    como si fuera una estampa.
    ¡Qué gracia
    tiene su cara
    en el cristal aplastada
    con la barbilla sumida y la naricilla chata!
    Yo me río mucho mirándola
    y la digo que es una niña muy guapa…
    Ella entonces me llama
    ¡tonto!, y se marcha.
    ¡Pobre niña! Ya no pasa
    por esta calle tan ancha
    caminando hacia la escuela de muy mala gana,
    ni se para
    en mi ventana,
    ni se queda a los cristales pegada
    como si fuera una estampa.
    Que un día se puso mala,
    muy mala,
    y otro día doblaron por ella a muerto las campanas.

    Y en una tarde muy clara,
    por esta calle tan ancha,
    al través de la ventana,
    vi cómo se la llevaban
    en una caja
    muy blanca…
    En una caja
    muy blanca
    que tenía un cristalito en la tapa.
    Por aquel cristal se la veía la cara
    lo mismo que cuando estaba
    pegadita al cristal de mi ventana…
    Al cristal de esta ventana
    que ahora me recuerda siempre el cristalito de aquella caja
    tan blanca.
    Todo el ritmo de la vida pasa
    por el cristal de mi ventana…
    ¡Y la muerte también pasa!

    ¡Qué lástima
    que no pudiendo cantar otras hazañas,
    porque no tengo una patria,
    ni una tierra provinciana,
    ni una casa
    solariega y blasonada,
    ni el retrato de un mi abuelo que ganara
    una batalla,
    ni un sillón de viejo cuero, ni una mesa, ni una espada,
    y soy un paria
    que apenas tiene una capa…
    venga, forzado, a cantar cosas de poca importancia!

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