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Art. de opinión del padre Javier Muñoz-Pellín

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JORGE JUAN Y SANTACILIA, UN CABALLERO ESPAÑOL

He tomado de Henry Newman algunos párrafos de la descripción que hace de Gentleman y, en estas fechas en que celebramos su Aniversario, quiero aplicarlas al sabio, marino y cosmógrafo noveldense Jorge Juan y Santacilia.

Decir que el caballero es una persona que nunca hace daño, equivale casi a definirlo.

Esta descripción, además de ser refinada, es, hasta cierto punto, precisa. Su tarea principal consiste en eliminar los obstáculos que dificultan la libre actividad de aquellos que lo rodean.

El verdadero caballero evita todo aquello que podría causar perturbación o inquietud en el ánimo de aquellos con los que le ha tocado compartir la suerte; evita siempre los conflictos de opiniones o de sentimientos, las reservas, las desconfianzas, los comentarios negativos o amargos, el resentimiento.

Su gran tarea es hacer que cada uno se encuentre a gusto, como en su casa. No olvida nunca la condición de cada uno, y así es amable con el tímido, gentil con el distante y comprensivo con el que podría parecer ridículo.
No habla de sí mismo salvo cuando se ve forzado a ello, no se defiende nunca de las acusaciones recurriendo a retorcer sin más lo que le han dicho, no presta atención a las calumnias o a los chismes.

En la discusión nunca es mezquino, ni se toma jamás ventajas desleales. No confunde nunca las críticas malévolas o las frases hirientes con auténticas argumentaciones, y no insinúa nunca lo que no es capaz de decir abiertamente.

Con una prudente amplitud de miras, observa la máxima de sabio clásico, de que deberíamos comportarnos siempre con nuestros adversarios como si un día hubieran de llegar a ser nuestros amigos. Tiene demasiado buen sentido como para sentirse ofendido por insultos, está demasiado ocupado para recordar los errores, y tiene demasiada mansedumbre como para guardar rencor.

Es paciente, tolerante y resignado en base a principios filosóficos: se somete al dolor porque es inevitable, al duelo porque no se puede remediar, y a la muerte porque tal es su destino.

Es al mismo tiempo sencillo y enérgico, conciso y decidido. Es difícil encontrar en otro lugar tanta imparcialidad, respeto e indulgencia porque verdaderamente se pone en el lugar de sus adversarios y procura dar cuenta de sus errores desde dentro.

Si no tiene fe, será demasiado profundo y de mentalidad demasiado amplia como para pretender ridiculizar la religión o actuar en contra de ella. Es demasiado sabio como para ser dogmático o fanático de su incredulidad. Respeta la piedad y la devoción. Incluso contribuye a sostener instituciones porque las considera venerables, hermosas o beneficiosas. Honra a los ministros de la religión y, cortésmente, se limita a no aceptar sus misterios, sin atacarlos o denunciarlos. Es amigo de la tolerancia religiosa, y esto no sólo porque su filosofía le ha enseñado a mirar con mirada imparcial todas las formas de fe, sino también por esa especie de delicadeza gentil en los sentimientos, que es propia de la civilización.

Tales son algunos rasgos del carácter ético que será formado por la inteligencia cultivada, prescindiendo del principio religioso. Este temple de carácter puede encontrarse dentro del ámbito de la Iglesia, o fuera de ella, en hombres santos o en hombres sabios: forman parte del ideal más elevado del mundo.

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