Art. de opinión del padre Javier Muñoz-Pellín

EPIFANÍA

La Epifanía –dice el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 528)- es la manifestación de Jesús como Mesías de Israel, Hijo de Dios y Salvador del mundo. La Epifanía celebra la adoración de Jesús por unos «magos» venidos de Oriente. En estos «magos», representantes de religiones paganas de pueblos vecinos, el Evangelio ve las primicias de las naciones que acogen, por la Encarnación, la Buena Nueva de la salvación. La llegada de los magos a Jerusalén para «rendir homenaje al rey de los judíos» (Mt 2,2) muestra que buscan en Israel, a la luz mesiánica de la estrella de David, al que será el rey de las naciones. Su venida significa que los gentiles no pueden descubrir a Jesús y adorarle como Hijo de Dios y Salvador del mundo sino volviéndose hacia los judíos y recibiendo de ellos su promesa mesiánica tal como está contenida en el Antiguo Testamento. La Epifanía manifiesta que «la multitud de los gentiles entra en la familia de los patriarcas» y adquiere la «israelitica dignitas» (la dignidad israelítica).

Nosotros creemos firmemente, con la fe de la Iglesia, que Santa María, por ser la madre de Cristo-Cabeza, lo es también de cada uno de los miembros de Su Cuerpo espiritual, que es la Iglesia. Por tanto, María en el orden espiritual es madre de todos los que por la fe se acercan a Cristo, es Madre nuestra.
Esta maternidad espiritual, cuyo principio se remonta al momento de la concepción virginal, fue hecha explícita por Cristo mismo al pronunciar su testamento espiritual desde la Cruz, en el momento en que refiriéndose a Juan dijo a su Madre: “Mujer, he ahí a tu hijo”. Y a Juan: “he ahí a tu madre” (vid. Jn 19,25-27). La Iglesia ha afirmado siempre que las palabras de Cristo trascienden a la persona misma de Juan, y que en él estábamos representados todos los discípulos.

Esta maternidad espiritual la ejerce ya María cuando presenta a Cristo a unos humildes pastores, quienes avisados por un ángel se acercan con prontitud al portal a adorar al Niño que ha nacido. Posteriormente la ejerce también con la llegada de unos misteriosos personajes que atraídos por una singular estrella vienen desde muy lejos a adorar al Rey de Israel que ha nacido. Con la sorpresiva aparición de estos sabios de Oriente la reflexiva María, considerando todo a la luz de los designios divinos, comprende que su maternidad espiritual no se limita a los hijos e hijas de Israel, sino que se abre a todos los hombres y mujeres que con fe se acercan a su Hijo, así como a toda la humanidad se abre el Don de la Salvación que el Hijo de Dios ha venido a traer al mundo: es universal.

Hoy como ayer, María sigue ejerciendo activamente su maternidad espiritual sobre todos los que nos acercamos a su Hijo con fe. Madre que da a luz al Niño-Dios, Ella nos lo presenta y hace cercano también a nosotros, procurando por su intercesión y cuidado maternal que en nosotros la vida divina que hemos recibido el día de nuestro Bautismo crezca y se fortalezca cada vez más, hasta que también nosotros, cooperando activamente con el don y la gracia recibidas, alcancemos “la madurez de la plenitud de Cristo” (Ef 4,13; ver Gál 2,20).

Por ello adeamus cum fiducia ad thronum gloriae ut misericordiam consequamur: acudamos confiadamente a nuestra Madre. Miremos sin cesar el brillo de esta Estrella y poniéndonos en marcha cada día dejémonos guiar por Ella al encuentro pleno con su Hijo, el Señor Jesús, para adorarlo también nosotros y entregarle toda nuestra vida y corazón.

Señala Bedicto XVI que en el contexto litúrgico de la Epifanía se manifiesta también el misterio de la Iglesia y su dimensión misionera. La Iglesia está llamada a hacer que en el mundo resplandezca la luz de Cristo, reflejándola en sí misma como la luna refleja la luz del sol. En la Iglesia se han cumplido las antiguas profecías referidas a la ciudad santa de Jerusalén, como la estupenda profecía de Isaías: «¡Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz. (…) Caminarán los pueblos a tu luz; los reyes al resplandor de tu aurora» (Is 60, 1-3). Esto lo deberán realizar los discípulos de Cristo: después de aprender de Él a vivir según el estilo de las Bienaventuranzas, deberán atraer a todos los hombres hacia Dios mediante el testimonio del amor: «Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo» (Mt 5, 16).

Al escuchar estas palabras de Jesús, nosotros, los miembros de la Iglesia, no podemos por menos de notar toda la insuficiencia de nuestra condición humana, marcada por el pecado. La Iglesia es santa, pero está formada por hombres y mujeres con sus límites y sus errores. Es Cristo, sólo Él, quien donándonos el Espíritu Santo puede transformar nuestra miseria y renovarnos constantemente. Él es la luz de las naciones, lumen gentium, que quiso iluminar el mundo mediante su Iglesia.

«¿Cómo sucederá eso?», nos preguntamos también nosotros con las palabras que la Virgen dirigió al arcángel San Gabriel. Precisamente ella, la Madre de Cristo y de la Iglesia, nos da la respuesta: con su ejemplo de total disponibilidad a la voluntad de Dios —»fiat mihi secundum verbum tuum»(Lc 1, 38)—. Ella nos enseña a ser «epifanía» del Señor con la apertura del corazón a la fuerza de la gracia y con la adhesión fiel a la palabra de su Hijo, luz del mundo y meta final de la historia.

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2 COMENTARIOS

  1. Pero…¿Había una Mula y un Buey como testigos del parto cosmogónico o no?.Otra cuestión
    ¿Cómo consiguieron personajes de tan alta alcurnia llegar hasta el inmundo sitio donde nació el hijo de dios sin que ni los romanos ni los judios se enteraran?.
    Saludos de KLAUS

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