Vida y obra de Juan “el cuatroreales”
Luzdivina, que a pesar de ser nombre de sonoridad visigoda es muy católico, y Hermenegilda, cuyo nombre, me suena a tebeo de los sesenta y es germánico, se echaron un novio.
Un chico apuesto, como todos los que no pasan de los veinticinco. Bueno, todos no, Recaredo, el hijo de la “desplazá”, que llevaba el reloj en hora y nunca tuvo gracias que le regalaran, más bien le desdeñaban estas, no pudo entrar en la historia que nos ocupa en este momento.
Un novio para las dos, que no eran tiempos de andar con remilgos ni lujos derrochadores, y un novio era un novio.
Segismundo, este con nombre de connotaciones germánicas, de moreno murciano, planta gallega y ojos achinados, llevaba reloj; parado, sí; pero daba bien la hora dos veces al día.
Segis, (para los colegas Segismundo el de la tía Esfuerzo), era un tipo sensato y sabía apreciar el acierto tecnológico de su cronógrafo. Mucho más moderno que la clepsidra que tuvieron sus antecesores que, lo más, era un desvarío a la hora de rellenarla en el desierto, que es donde estos vivían.
Segismundo nunca llegó a tiempo, ni tarde tampoco, siempre a las ocho y veintidós, ni un minuto más, ni uno menos, que de eso nunca, nadie, llegó a llamarle la atención.
Siempre quedaban en el mismo sitio. En la esquina donde se ponía la castañera detrás de donde había aparcado un Ford Fiesta rojo.
Luzdivina, que no quería toparse con Hermenegilda, ni porque sí ni porque no, nunca quiso ir a esa hora, por lo que esperaba a que fueran las nueve y veinticinco para aparecer.
A su vez, Hermenegilda tenía unas ganas locas de encontrarse cara a cara con Luzdivina, por lo que acudía puntualmente a las siete menos cuarto.
El Fod fiesta, que con tanto ir y venir gripó el pistón derecho, decidió no moverse y se marchó a una calle menos concurrida, y no se movió.
El trío, amoroso y enmarañado, a pesar de que ambos tres eran un pecado de puntualidades y protocolos, fue feliz durante varios años con su relación prematrimonial. De hecho, fue la mejor época de sus vidas. Como dirían en Hollywood, “días de vino y rosas”.
Nadie pudo evitar que Andrés, “el ochentaperchento” y Germán, “el cabra”, influyeran de manera negativa, como no, en el tranquilo discurrir de vidas sencillas y prácticas como las que nos ocupan. Ochentaperchento no tenía reloj, por lo que aparecía unas veces a las nueve y veinticinco y otras a las siete menos cuarto, y acabó trabando relaciones fraternas, sinceras y productivas con Segismundo que acudía puntual a las ocho y veintidós y a cuya cita nunca acudió.
El Cabra, que tenía un reloj que le había regalado el hijo de la tía esfuerzo al ver, extrañado, que unas cosas se movían dentro de forma giratoria, un día en el que le ayudó a no trabajar porque, según palabras del tío Chuchurrumel, el guitarrero, estaba más “templao” que Segis. Siempre llego a su hora, la suya, sin lugar a dudas ni contemplaciones, de manera que nunca conoció a nadie de nuestro grupo.
Pasaron los años, y no fue hasta que apareció el trifulca, David , y les dijo que algo no funcionaba correctamente, aunque no sabía bien qué.
Un haz de luz penetró en ellos hasta lo más profundo y tomaron determinaciones, la edad de la alegría pasó.
Hermenegilda, Luzdivina , Segismundo el de la tía esfuerzo y Ochentaperchento se hicieron políticos.
El Cabra, que siempre llegó a su hora, juez, y, como no, el Trifulca, sin saber nunca muy bien porqué, periodista.
Recaredo, hijo de la desplazá, los mantuvo a todos, y, cuando todo estuvo en orden, el Ford Fiesta volvió a cambiar de calle y se fue a la más concurrida, no entendió nada, pero tuvo vida social, vio y se dejó ver.
Ainsssss.
Entretenida historia la que nos cuenta el autor; más bien se trata de un Tenorio en plan casero, pero me ha gustado.