AL AMOR DE LA LUMBRE
Ardía el madero, con febril entusiasmo. Se enredaba cada una de sus llamas con su columna de aire respectiva y evolucionaban salomónicamente, dibujando espirales de color de azafrán, rojas y amarillas, de las que emanaba, alternativamente, un penacho gris blanco, de canas algodonosas. Asistir a sus evoluciones era como contemplar un cuadro precioso, en movimiento. Un espectáculo vivo, no ficticio, dinámico, que tenía lugar en el mundo real de la materia. La más gentil y libre expresión de la energía.
Crepitaba la lumbre emitiendo pequeños crujidos que parecían acompañar la danza de las llamas, como las palmas el baile de los flamencos. Era un conjunto móvil e irrepetiblemente contínuo, por el que se expresaba, como huyendo de su encierro físico, la poderosa gracia del universo. La madera era rústica, áspera, recia, maciza, seca y aparentemente muerta. Y de ella escapaba aquel fuego como si fuera su alma, libre, largamente adormecida en su fibroso interior, donde la introdujo el sol, durante tiempos insistidos y la fue desarrollando, cuando formaba parte de un ser vivo en el que anidaban los pájaros, brotaban las flores y se doraban los frutos, con la colaboración de la tierra y el agua. Cuando era un árbol, esa vitalidad que crece hacia lo alto por el aire, penetrándolo y dándole motivos de brisa y se hincaba, por lo bajo, en la tierra, extendiéndo su radical enramado entre la cálida humedad de sus profundidades.
La madera no parecía contenta y así se lo expresaba a su fuego, de aquellos como alardes barrocos y lúdicos que consideraba impropios de su sequiza y sufrida naturaleza, mística, ascética, severamente austera, en absoluto sensual al tacto. Para ella, quemar tenía que ser un auténtico ardimiento, recogido, lineal, recto y ascendente. Serio y riguroso. Gótico, casi. La llama era como una seda que ondeaba, como un labio que reía, como una sensación cálida y luminosa que quería hacerse presente en el espacio de una manera casi triunfal. Como un juego, entusiasta e irresponsable. Y eso le parecía a aquel leño original y contenedor de tantas posibles bellezas, como lo es el bloque de mármol de su posible contenido de esculturas, casi un sacrilegio. Una especie de frivolidad de la energía liberada. Él habría preferido una llama vertical, ascética, poco menos que inmóvilmente elevada, que subiera al cielo como una aspiración liberadora, estrecha y aspirada. Que pareciera más una oración que un entretenimiento. Más plegaria que lúdica celebración.
Y en lo mismo o parejo vino a coincidir el sol, el padre sol, que pretendía haberse alojado en aquella madera, ahora con rigores físicos casi minerales, cuando se hacía, verde, para ser liberado un día del modo directo, recio, físico y químico, con rigores mesurados, sobrios y científicos inadecuados a aquel festival de luz y calor, a aquel amoroso discurrir, lleno de claridades, colores, olores y confort atemperado, más propios de algo festivo que de una consagración. Consideraba que aquel modo de arder era como faltarle al respeto a él, que se había alojado allí por lustros y decenios, para verificar su liberación energética de una manera más como discreta, seca, adusta y rigurosa. Para ser, en lugar de una manera de arder, una manera de quemarse.
Se diría que tanto el tronco como el sol, en él instalado, esperaban que el fuego rezase en lugar de arder. Que la lumbre operase como una fábrica de oraciones. Cada llama una plegaria. Cada humo, un sahumerio. Que el arder fuera un ardimiento.
El pobre fuego tuvo que admitir, finalmente, discrepando de sol y madera, que ardía a gusto. Que se sentía feliz y realizado entre sus llamas. Que viviendo esa sensación placentera creía contribuir a la gloria entera de lo creado. A la naturaleza natural, simple, sencilla y gozosa de las cosas del universo. Independientemente de que para arder necesitaba al aire y el aire le venía con su propio movimiento, acarreándole el oxígeno que necesitaba para manifestarse. El aire, su colaborador, su eje, aquella otra criatura con la que se enredaba como una planta trepadora con su elemento portador, con el resultado de aquel amor del que nacía el fuego, era, característicamente, dinámico y de su coyunda con esa movilidad nacía la belleza encendida en que venía a consistir, que iluminaba y enardecía el espacio. Aceptó que no podía dejar de ser bello, que no podía renunciar a su gracia y primor, que le eran impuestos por su propia manera de convertir en combustión su beso con el aire, su ósculo oxigenador. Que el aire curvaba y hacía vibrar sus lenguas doradas con un encanto que, en realidad, era como una imposición. Él no tenía cuerpo. Se lo daba el aire. Ese aire que también le comunicaba su donaire. Y le daba el suyo, el cuerpo grácil y dinámico que tenía. El fuego pensaba que era como una respiración. Que respirar también es arder y por eso las criaturas todas tienen su calor propio. Que vivir es como una llama pequeña. Y la vida como una combustión, llevada a cabo en la llamada química del carbono, que es la que corresponde a todo lo vivo en el planeta. Que consume oxígeno y devuelve un insalubre gas carbónico. Como un humo invisible. Y que los muertos, las gentes, cuando ya no viven, cuando ya no arden, se enfrían.
Yo asistía al raro debate y pensaba que la razón telúrica y hasta artística y literaria, estaba de parte del ardoroso y lírico fuego, en la contemplación de cuyas bellísimas evoluciones flamígeras, sería capaz de permanecer toda la vida, independientemente de disfrutar el calor y las iluminaciones clarificadoras de su proximidad. Y de su confortable amistad. Mirar el fuego es como gozar el movimiento de las olas o el juego de los niños o el caminar de las doncellas. El sol ciega y deslumbra. El fuego, no. La madera es dura, seca, de encarnadura y piel ruda y lastimadora, de corazón compacto y veteado, de rugoso tacto, hostil y abrasivo. El fuego no. El fuego es una inconsistencia, una impalpabilidad, un ser sin cuerpo, que alumbra, calienta, seduce, clarifica y enamora. El fuego es, casi, una ilusión. Una dorada abstracción.
Decididamente, apoyé al fuego y disentí del sol y de la madera, tan extremosos, agresivos, fuertes y exigentes. Y me quedé extasiado, contemplando sus volutas, sus gráciles fulgores, su hilado vibrante de rojos y amarillos como haciéndole señales apasionadas al alma. ¿Qué iban a saber ni el sol ni la madera, de aquel casi metafísico primor en el que parecía danzar todo lo creado en su propio y primer estado, recién salido de las manos de Dios?
El sol y la madera, al fin, esta, sol fósil, siguieron condenando las evoluciones fantásticas del fuego, cada vez como más contento con sus felices evoluciones. Y el fuego, sin darles beligerancia, continuó ardiendo mientras tuvo materia, hasta que se agotó la fuente de su energía. Hasta que se convirtió en sus propias cenizas. Antes pasó por una última fase de rescoldos estremecedoramente hermosa y patética. Se moría, pero quería seguir siendo muy rojo, ya sin nada de amarillo y sumamente cálido. Como un rubí entre espumas casi minerales, que ya no producía humo pero que aún procuraba muchísimo calor…
Yo creo que tenía razón el fuego. Me gustan más sus razones. Había en ellas más vida, armonía y, sobre todo, gracia. Y la gracia es el orden de Dios, tu toque magnificador. Su impronta creadora.
Yo también creo que tenía más razón el fuego… Luis.
Mezcolanza rica y didáctica de epítetos para una descripción complejamente simbólica pero de altos vuelos sugerentes e interpretativos.
Hay un fondo de peso, contradictorio y emparentado al tiempo… acompañado de una destacada dosis imaginativa, descrriptiva y literaria.
Me ha gustado este amor a la lumbre, sus colores y adornos, en donde también se da, a veces, en una narración por momentos algo engolada, frases de una alta belleza literaria.
Un abrazo.
«Ure igne Sancti Spiritus» Tiene razón el fuego, Luis. En el nacimiento de la Iglesia son lenguas de fuego lo que se posa sobre la cabeza de los Apóstoles. Quémame con el fuego de tu Espíritu: Ure igne Sancti Spiritus renes nostros et cor nostrum, Domine: ut tibi casto corpore serviamus, et mundo corde placeamus.