LOS HIJOS DE LA LUZ
Y ahora pasemos, si no os parece mal, al mundo de los colores. De los hijos cromáticos que deja repartidos la luz sobre toda la naturaleza. De las tonalidades que perciben nuestros ojos, en su revestimiento de todo lo creado. De la realidad, esa cosa que vemos y tocamos, teñida cada porción, de su gama y matiz singular, de su vivacidad tonal, de su pigmentación divina. Empecemos por ella misma, de la que nos dicen que es blanca. Sin serlo, realmente, salvo en la recuperación hacia el espectro original, de regreso de su paso por el prisma, en la habitación que opera de cámara oscura. Ahí parece obrar como una pequeña vía láctea. Allí, el rojo, el verde y el azul se reintegran en lo que sale por la otra parte del prisma, un rayo blanco. Pero en la realidad de lo real, cuando el sol ilumina las cosas, la luz no es blanca sino incolora. Su mal considerada blancura sería, si acaso, la “claridad”. La claridad, tampoco tiene color pero si participara, en una hipótesis de trabajo, de alguno, este sería el blanco. Un blanco desvaído y transparente, si es que esto no fuera, otro disparate mental. La claridad es esa cosa que ocupa lo que antes era oscuro. La luz no tiñe de blanco los objetos, de una manera lechosa. Lo blanco de la luz es solo una manera de hablar. No hay luz blanca. Pero hay color blanco, que esa es otra…Y ese color no es hijo de la luz. No entra en los de su espectro. Y puede ser, en la cámara oscura, el de la suma tubular o envoltorio de todos ellos…Pero es real. Hay cosas blancas. Luego el color no es solo un componente de la luz. Lo es máximamente, pero hay colores puros que no viajan en ella. Como el blanco o el negro, que en relación con la luz, que no es su madre, solo representarían, si acaso, la falta de ella. El color de la oscuridad. Pero tampoco. Hay cosas negras en la naturaleza, en medio de su claridad, cuando no se está a oscuras. Y no son hijas de la luz o de su falta, aunque la necesiten para evidenciarse a nuestros ojos. Todo en la luz es bastante complejo. Y lo relativo a los colores no podía dejar, correspondientemente, de serlo también. La oscuridad no es un color. Es, si acaso, el color de la ausencia de la luz. Una carencia del conjunto de todos ellos. El negro es un color real, no hijo de la luz sino propio de algunas materias del planeta y situaciones del mismo. La oscuridad es la realidad sin luz. Y la realidad sin luz es lo más parecido a la irrealidad.
El blanco y el negro serían como las curvitas que abren y cierran el paréntesis de todos los colores, estos, si, puros, hijos de la luz y mezclados también, es decir, los puros impurificados y multiplicados artificialmente por el hombre. A partir del blanco se puede llegar al negro, sin intervención de ninguno de aquellos, de los originalmente luminosos, por sucesivas aproximaciones haciendo un recorrido por la gama de los grises, que son blanco con participación de negro, desde los suaves o perla a los medios, verdaderamente grises o los marengos, ya próximos a la entrada en la negrura oficial, a la que se puede acceder también extremando la oscuridad de los azules, las llamados ultramarinos.
El blanco ya hemos dicho que resulta, en la cámara oscura, de la vuelta del prisma, de la marcha atrás, agrupada, de los colores difundidos al pasar por el cristal. Podría pues, llamarse, la suma de todos ellos, regresados al conjunto espectral. Consecuentemente, el negro, en el extremo opuesto, sería su negación absoluta. La suma de la falta de todos ellos. La muerte del color. Por algo las sociedades humanas lo vinculan al luto, y visten de negro sus situaciones de duelo.
El negro es una ceguera que ve oscuro. Y el blanco, una paz agitada.
Ya metidos en esta insustancial pero sustanciosa materia, yo me entretendría ahora en el otorgamiento de carácter o personalidad a los distintos colores. Haciéndolos, en cierto modo psicológico, antropológicamente próximos a nuestras situaciones anímicas. Vivimos mucho en color. El color nos está integradísimo. Yo, ya lo he dicho cien veces, no me entiendo desconcernido por el azul. Es como una fijación de mi alma. Estoy, por dentro, teñido de azul. Pero volvamos a la propuesta.
Yo vería el azul como el color de la pureza. De lo limpio e incontaminado. De lo inmaculado de La Inmaculada. También llamada “Purísima”. Es el color de todas las cosas que me gustan y me hacen feliz. Me refiero al azul en general, a todos los azules, pero más que a ninguno, al claro, al celeste, al menos real o más falso, porque es el reflejo de otra falsedad, no tan falsa porque algunos mínimos fundamentos tiene (ciertas sustancias en el agua y ciertas algas al fondo), sin los cuales también sería azul) del azul del mar. También sería azul, repito, porque al agua la pone azul el sol cuando la ve reunida masivamente. Se viste de azul para él y gracias a su concurso. Color fresco, amistoso, suave y confortable. Color de la amistad, los ensueños, las metáforas. Nada azul podría estar encolerizado o ser hostil.
El azul es una emoción mojada.
Yo vería el verde como un pariente próximo del azul. Menos delicado y fino. Más rústico y elemental. Con más materia y naturaleza. Con menos sutilidad. Lo llaman color de la esperanza y según los hombres expertos en las cosas del espíritu, es color que pacifica, confiere dulzura al ánimo y lo templa y atempera. Que procura serenidad. Rodeado de verde se está como junto al azul, sosegadamente feliz y sintonizado con la vida y el universo. En armonía con la naturaleza. Casi como entre lo azul. Si no hubiera cosas azules, que, en realidad, no las hay casi, pocas flores, escasas gemas y nada más y, sin embargo, toda mi envoltura mediterránea azul, real o falsa, azul de la luz, luz azul, (siempre andamos igual, alrededor de los dos términos del binomio palindrómico genial), uno tendría que centrarse en la amistad de las que son verdes. El verde es como un respiro de un aire amigo y saludador.
Yo veo al amarillo como un color relativamente apacible también. Con una apacibilidad que ya tira un poco hacia la estridencia. Hace pensar en un verde lastimado y casi enfermo. En un verde preocupado o sujeto a cierta suerte de fastidio. Un verde triste, con sabor a ocaso. Color emparentado con lo dorado, esa forma de esclarecimiento, brillo y realce, inventada por los hombres para encumbrar lo valioso y solemne, la casi sagrado, tal vez por su parentesco con el oro, una convención metálica de valor y precio, más por su escasez que por sus propiedades. Lo dorado es propio de la majestad, de la autoridad, del poder y de lo santo y casi divino. Todas las coronas, honor máximo indumentario de las personas y distinción orlada de los santos, son doradas. Pero esta es cuestión no cromática sino financiera, basada en el valor “en metálico” del metal en cuestión. Nada colorista en su apreciación o precio. El oro es una sustancia escasa y preciosa. Un metal con el que le dio a los hombres por adornarse y revestir sus ansias de superioridad o exhibición de poder y riqueza.
El amarillo es una angustia dorada.
Para mí, el naranja, un amarillo en grado de exaltación, sería, a la vez, un rojo atenuado. Un rojo amarilleando. Un rojo menos encolerizado y bilioso. Un rojo descansando de su extremosidad, relajada, en cierto modo, cayendo hacia el amarillo. Entre el amarillo suave y el rojo exaltado, el naranja parece una estación intermedia, un balneario de recuperación. Un sitio para que el rojo amarillee. Una fase previa entre el hacia arriba, rojo y el hacia abajo, amarillo.
El rojo es el color del carácter exaltado, de la personalidad irritada, del ánimo en tensión. De la rabia, la ira, la congestión. “Bermello venía ca era almorçado; en lo que fabló habíe poco recabdo.” Se dice en el cantar del Mio Cid, a propósito de un protagonista imprudente, con el carácter enrojecido por la ingesta excesiva y reciente. El rojo es un crimen de agua mala.
Solo se puede odiar en rojo, como solo se puede amar en azul y como es frecuente esperar en verde.
El violeta es un azul tranquilo, desmotivado. Un azul entristecido, mohíno, venido a menos. Una morriña o nostalgia del azul. Es sencilla y humilde la tímida tristeza del violeta. Melancólica y dulce. Como una afligida sensación de pérdida del azul. El morado es un violeta que se lo ha tomado en serio. Que ha llevado muy lejos la pasión de su tristeza, conduciéndola hasta los límites de la amargura.
El violeta es una lágrima azul envejecida. Y el morado una culpa arrepentida. Un olvido olvidado.
Los colores mezclados tienen poca dignidad. Si excluimos el rosa, en el que se dan raras circunstancias que lo distinguen de todas las otras tonalidades de filiación combinatoria. Los puros los hace Dios. Los mixturados, los mezcla el hombre.
Con el rojo y el azul se puede lograr un marrón, color de lo seco, podrido, descompuesto y excrementicio. Con el negro y el blanco, ya se ha dicho, una infinita gradación de grises, esos colores que casi no lo son , como no es casi nada cualquier cosa que se califique de gris, sinónimo de a medias, sin terminar, amorfo y hasta, propiamente, incoloro. El color de la falta de significación. Despersonalizado.
El arco iris no da colores mezclados. Los procura puros, como los hizo Dios. Es el hombre el que mezcla los colores. Como si no estuviera suficientemente satisfecho con los del espectro, todos puros, limpios y auténticos. Como si fuera preferible ampliar la gama, crear tonos nuevos, movilizar matices. Enmendarle la plana a Dios. Crear entre lo creado, recrearlo, rebajándolo o subiéndolo de tono o llegando a cromatismos distintos e imprevistos. Haciendo colores que no existen, en probaturas atrevidas, jugando a Dios. No obstante, con el blanco y el rojo podemos dar con un color que tiene entidad, que es digno, que vale la pena. Tiene carisma, es dulce y tonificante. Mereció no olvidársele a Dios. Es el color de muchas flores y de la vida en su principio, el de la carne del niño y la doncella. El rosa, el color propio de muchisimas cosas hermosas de la vida. No figura entre los del espectro y, para mí, no habría estado, en absoluto, de más, entre los diseñados y concebidos por el Creador. No puedo pensar en un descuido de Dios. “Dios no juega a los dados”, que dijo don Alberto, ni se equivoca nunca. Ni siquiera en cuestiones de matiz. No obstante, insisto, pienso que el rosa merecía haber estado entre la familia de los puros y elementales. Mejor que el violeta. Porque tiene hermosura y encanto. Porque hace bien al hombre. Lo rosado sintoniza con situaciones todas buenas de felicidad, confort, estabilidad y gracia. Procura dulzura. Se habla de sueños rosados. De días rosados. Había una hermosa canción francesa que se titulaba “ la vida en rosa”. Se habla de la rosada juventud, de los rosados años…
El rosa es la caricia de una brisa viva. La bondad es azul. La tolerancia, verde. La enemistad, roja. La pena, violeta. El dolor, morado. El luto, negro. La paz, blanca. La ambigüedad, gris. El asco, marrón. La aflicción, amarilla. La dulzura, rosa.
Por mi orden de aprecio, los colores serian azul, rosa, verde, amarillo y violeta. Dentro del paréntesis que abren y cierran del blanco y el negro. Y, no puedo evitarlo, encontraría una cierta vinculación familiar con el azul, con mi azul, al blanco, que parece, casi, un inicio hacia el azul (antes las mujeres blanqueaban la ropa lavada con un poco de azul vertido en el agua) y con el negro, en el que tendría su culminación hacia la extremosidad en lo intenso. Repito que el azul, el primero, el más amado, el más relacionado con la capacidad de goce de mis ojos, el que mejor responde a la necesidad de color de mi alma. A mi amor por el color. La obsesión ambiental de mi circunstancia universal.