LA LUZ
La luz es nuestra revelación del mundo. Un concepto, con ojos, que clarifica el quehacer de la vida. Una óptica determinación voluntarista de la creación. La luz somos nosotros. Nosotros somos luz. Y fuimos luz. Y seremos, siempre, luz. Luz ardiendo. La Luz es Dios. Dios en nosotros. Todo es la luz y sin la luz no es nada. Somos, lo primero, inteligencia, información procesada en el camino evolutivo hacia la humanidad. Claridad asimilada. Hecha hombre. Luz reciclada. Posible germen de santidad. Lo fuimos en el Big Bang y lo seguiremos siendo mientras haya vida, aunque termine la nuestra, particular y biológica y terrenal, que volverá a ser luz en otra parte, precisamente ante y junto a la Luz de Luz o Luz de la Luz. En el universo del espíritu. Con la profusión de colores de un espectro infinito. Ante el Rostro de Dios.
Un ciego es, aproximadamente, un hombre excluido de la vida, apartado de la claridad, huérfano de la iluminación, siendo como es, la vida, antes que nada, lo fotogénico existiendo, una representación, la luz sobre las cosas, el conjunto de todas ellas bañado por la luz. Siendo la vida, exactamente, luz. Un conjunto inimaginable de imágenes. La propia imaginería. Una imagen vale más que mil palabras, dicen. La Palabra vale por todo el imaginario imaginable. Porque la Palabra es Dios, Luz de Luz que decimos en el Credo.
Ver es el resultado de tener los ojos abiertos y mirar el de usarlos razonablemente, orientados a la captación de algo con nuestro cerebro, haciendo una placa en él, llenándolo de imágenes. Mirar es ver conscientemente. Con consecuencias mentales. Porque, a veces, tenemos los ojos abiertos y no vemos o vemos distraídamente, como si los tuviésemos vertidos hacia adentro. Dejados caer sobre la realidad en lugar de aprehenderla con pasión. Como desparramada la posible visión de las cosas, sobre ellas. Mirar es ver con intensidad, como apretando los ojos para que abarquen más y mejor. Como queriendo amar lo visto y visionado. Haciendo un esfuerzo óptico y cerebral para que nada se nos escape. Archivando constancia. Mirar es el trabajo de ver. Ver es solo una relajación. Un mirar casi distraído. Y mirar, un ver en estado de exaltación, casi. Una visión intensificada. Se ve con los sentidos. Se mira con la intención. En ambos casos juegan los ojos, pero de manera distinta.
Las ondas sonoras, a diferencia de las luminosas, tan reveladoras de formas y realidad en torno, apenas llegan a la simple transmisión de ruido. Acarrean el sonido a nuestro oído y de una manera, además, muy lenta para los valores de la física. Las luminosas, no traen sino luz, no directamente visible, como es directamente audible el sonido, en forma de ondas o corpúsculos, que aun se discute su naturaleza formalmente física o corporal. La visión, el resultado de la mirada, no nos viene y alcanza con las ondas luminosas sino con el resultado de su acomodación sobre el mundo de las cosas y rebotado, desde el sol, por la bóveda celeste, lloviéndonos de claridad nuestra intencionalidad receptora. Lo que nosotros vemos, sobre todo cuando miramos, cuando verdaderamente vemos o visionamos, son las cosas, bañadas en luz, no, propiamente, la luz. La luz del cielo y la de las cosas. El mar, por ejemplo, que es azul porque refleja el color del cielo, que tampoco es azul sino por un raro efecto de la luz. Dos maravillosas mentiras azules. El sonido alcanza nuestros oídos pero la luz no viene a nuestros ojos sino al conjunto de cosas que estos ven, a los que llega reflejada por ellas. Y llega, porque lo deseamos y permitimos. No olvidemos el dato de este voluntarismo captador en el hecho de mirar, que es una super visión. Una visión intelectual. Y querida.
La luz es una caricia de claridad que procura el sol sobre toda la creación, hermana de sus rayos. Vemos las cosas según la luz. Las cosas iluminadas nos envían su imagen y esta es informada por nuestros ojos al cerebro, que la procesa en amor, interés, curiosidad y experiencia o conocimiento. Las convierte en mensaje de Dios. La luz es Luz, Luz de Luz, Dios en definitiva, idioma de Dios, comunicación divina. Y aumenta nuestra humanidad, nuestra humanización, que es, de otro modo, porque así lo dispondría después el propio Dios, al encarnarse, como se incrementa nuestra progresiva divinización.
La luz corresponde, por su parentesco homónimo casi, con Dios (Luz de Luz), a una física metafísica, a una entidad física de orden metafísico. Es una materia de física metafísica, corresponde a una metafísica natural, profundamente teológica. Al electromagnetismo del espíritu.
Srödinger llegó a hablar de la “mecánica cuántica del Señor”. La mecánica que trata de los cuantos de luz. Esas partículas o porciones de la materia deleitada del Señor…
Creo más cuando y “cuanto” más miro, más contemplo, más cosas me añado desde el yo instrumental de mis ojos, más sé, más soy, mejor información tengo y más completa hago mi experiencia, la fuente de la que mana mi conocimiento. Tengo más luces, que dice el pueblo. Debo, realmente, y siguiendo el simil, más cosas a la luz. Estoy más iluminado, que es, también, lo que se dice de un libro que tiene ilustraciones. Estoy más ilustrado. Soy un poco más ilustre. He dado más lustre a mi espíritu y hecho brillante, un poco mejor, mi mente o capacidad de razonar.
No vemos la luz. Vemos en medio de ella, entre su claridad, en su lucidez y precisión. Lucidez, cualidad principalísima de la luz. Purificación, limpieza, agudeza óptica. No la vemos. Demasiado rápida para nuestra captación. Como no vemos a Dios pero lo vemos en todo lo creado, sobre su obra, en la claridad de todo lo hecho. Por eso está tan bien llamado Luz, “Luz de Luz”. Lo crea todo, lo alcanza luego con su Luz, su propia Esencia luminosa y produce la claridad, una condición, un resultado luminoso, una grandísima circunstancia ocular, visionadora, nada menos que del mundo de las cosas, iluminado, alcanzado por la Luz, envuelto por el carácter de lo claro. Ese carácter de lo claro que no puede ser traducido sino por el concepto de verdad. Verdad evidencia, verdad veracidad, verdad exactitud y verdad realidad. Luz sobre lo que hay. Iluminado, clarificado, convertido en imágenes. Claridad. La Imaginación máxima, traducida en realidad. Hecha imágenes reales. Porque somos como la película de Dios. La que hizo y la que montó, fotograma a fotograma, fotón a fotón, sobre todo, desde el día cuarto, que es cuando, según las Escrituras, apretó la tecla del conmutador.
La vista no es, solo, un don. No es, únicamente, el sentido más importante. Es el sentido de los sentidos, la orientación informativa más rica del cerebro. La vista es el propio cerebro asomado a los ojos. Los ojos son el borde, exterior, del cerebro. Su contacto intelectual con la luz, luz pensada, razonada, hecha idea y fábrica de ideas. De quien tiene una idea (“una visión”, llega a decirse), se afirma que ha tenido una iluminación. Y en las viñetas de los “comics”, se representaba al favorecido, al inspirado, con una bombilla encendida sobre la cabeza. “Tengo una idea”, decía el texto, dentro del globito espacial que le brotaba del cráneo como una nubecilla, cuando se lo señalaba con un dedo.
El ojo es un discípulo de la luz. Aprende de ella y con ella. Aprehende los objetos viéndolos. Desentraña las cosas mirándolas. Y siempre, el escalpelo, la herramienta, el instrumento, la luz, el magisterio de la luz. Somos lo que vamos acumulando. Lo que vemos, acumulado. Lo que nos enriquece y forma, luego de visto y almacenado. Lo que nos completa e informa. Lo que nos transforma. Y fuimos, una vez, lo que nos hace ahora, luz. Hace 15.000 millones de años. Cuando todo ardía en el gran principio del que ya formábamos parte y del que somos una fragmentaria expresión actual. Porque nada viene de la nada y todo resulta de aquello. Y sigue resultando, porque, por lo visto, aún continúan sus efectos y el universo se sigue expandiendo. No hay quien sujete a la luz. Ni a la Luz. Sería como volver a poner preso a Dios, en una nueva Pasión.
Ya estaba todo organizado. Ya funcionaba. La luz del sol llegaba a la tierra y lo vivificaba todo. Pero había un problema. Entre las ondas luminosas del sol viene una, la ultravioleta, hostil, letal. Y hay que neutralizarla si queremos que no acabe con la vida proyectada, ya en inicio. Necesitamos el sol, pero filtrado. Eliminando lo que traiga de nocivo entre sus rayos de luz. La molécula de dos átomos O2, empieza a absorber la longitud de onda de la luz ultravioleta del sol para formar moléculas de ozono, venenoso si se respira pero benefactor si se hace subir hasta 48 kilómetros desde nuestra superficie y se dispone en la atmósfera como un paraguas protector, como un toldo filtrador. El registro fósil parece indicar que solo hay vida en el planeta después de constituirse la capa de ozono, esa que la descontrolada actividad humana está poniendo en peligro por la emisión de ese dióxido de carbono residual de nuestras industrias y medios de transporte. Desgarrando su tejido protector. Haciéndole agujeros. Como si la Tierra fumase y pusiese en peligro sus pulmones más altos. La luz ultravioleta, el color pasión de semana santa del espectro, habría hecho morir todo lo vivo. Por algo los colores y su razón, hasta en la liturgia cristiana de la muerte del Dios de lo vivo. Todo morado en los templos, desde el miércoles de ceniza hasta el domingo de Resurrección. La pena, morada. Las ojeras de quien sufre, del mismo color.
La vida ya funciona, debidamente protegida de la parte letal de la que le trae, genéricamente, la vida y se la da. Las criaturas fotosintéticas o autótrofas, tienen alimento donde hay sol. Las heterótrofas, han de buscarlo comiéndose a otras. Y estas, necesitan defenderse. Usar la luz como información garantizadora, anuncio de un peligro próximo. La luz pasa a ser utilizada para algo más que un servicio nutricional, no solo para comer sino para no ser comidos. Para reaccionar ante el depredador. Y tienen que nacer los ojos, otro sistema de aprovechamiento de la luz por medio de la visión, para poder seguir viviendo, viendo. Viéndolas venir. El que tiene vista, se libra. El listo, tiene mucha vista. Y el que carece de visión, fracasa.
La vista es la aplicación de la energía de la luz para desencadenar en un nervio el estallido de unas señales eléctricas. La actividad eléctrica del cerebro humano equivale a dos centésimas de watio. Harían falta mil cerebros para encender una lámpara de 20 watios. Una minucia, un desperdicio, una risa, pero tan sofisticada y compleja que al lado de las posibilidades de un solo cerebro humano, el más supermillonario de los ordenadores informáticos es una auténtica chapuza. Y eso, porque nuestros watios neuronales son de una luz teológica, a imagen de los de aquella, de una capacidad casi infinita.
El ojo es un captador de instantáneas. Una lente fotográfica. Lo que capta del entorno se lo traslada al cerebro convertido en imagen.
¡Dios mio!