Y SI ENCIMA TOCA…
El diálogo cogido al aire en un bar, el otro sábado, me recordó las fechas que llegan:
– ¡Quién los pillara! ¿Y tú, qué harías con tantos millones?
– Pues… tapar algún agujero, la hipoteca, hacer algún viaje, no sé… comprarme un coche… Total, siempre decimos lo mismo y nunca toca.
– Al que no le toca es al que no juega… Este año, sí, seguro. ¿Apuestas algo?
– Si tú lo dices…
Y ambos, sin demasiada fe en lo que decían, terminaron el cubata y salieron.
En pocos días frases así ocuparán nuestras conversaciones, por los rincones más insospechados se colarán expresiones de esta guisa, invariablemente, como si un imán los atrajera por algo más de un mes en el febril tránsito seudo consumista en que se ha convertido la Navidad. Acabo de escuchar por la radio el adelanto de la nueva campaña de la Lotería. Se nutre de cuentos, este año, de esas fábulas a través de las que hemos viajado a lugares extraordinarios en algún episodio de nuestras vidas y que dejamos de visitar al sobrevenirnos eso que se conoce como “madurez”. Y la Lotería del día 22, por derecho de un parné de pura fantasía, al igual que los cuentos, constituye el gran aldabonazo de su arranque…
La Navidad toca la fibra sensible, en cierto modo nos devuelve a una infancia perdida. Se la quiere o se la odia, al más estilo Mouriño o Esperanza Aguirre. Crea acólitos irredentos al tiempo que sensaciones de profunda pérdida y desarraigo, porque la calles, travestidas de guirnaldas y luces ambarinas que refulgen a kilómetros, parece que tuvieran brazos en los que todos debiéramos caber en una danza perfecta de felicidad forzosa. Pero la cosa, al menos este año, no está, parece, para tonterías. La crisis, como las hostias en la vida, enseña a codazos lecciones rápidas de humildad, al modo de un curso intensivo de “Cómo no ser tan gilipollas en quince días”. Así, de pronto, a uno le entra la moderación, ¡Oh, mon Dieu!, ¡por fin!, y se da cuenta de que no llega, de que le sobra demasiado hueco a esa cartera tan prieta en otras épocas… y hace números, a la baja, claro, como hemos ido mayormente todos desde la entrada del euro. Entonces comprende que quizás los Reyes Magos también hagan los suyos, que utilicen las restas en su libreta de encargos o que no vivan en ese país tan mágico que todo lo puede ante una sonrisa inocente; que Papá Noel no tiene por qué emprender un viaje tan largo y gravoso, y más cuando nunca ha sido nuestro, sino una más de las burdas colonizaciones yanquis que tan fácil acomodo encuentran en estos pagos de gestos rendidos ante lo americano. Que haya algún alcalde que reduzca en algo, una pizquita, el ofensivo gasto en decorados y ambientillo en el pueblo para dedicar ese algo al estado de necesidad de los que languidecen de frío en las calles sobre una botella de vino o debajo de unos cartones en la esquina olvidada de un edificio. En fin, que se me ocurre que la crisis puede que sí tenga algún contagio de bondad o efecto expurgatorio de penas. De educación del alma, una cierta. Vaya.
Pero al final, apuesto, compraremos lo que no se puede pagar. Dicen que los créditos al consumo repuntan. Flaco favor, ahora, parece. Mi vecino no puede regalar a su hijo una bicicleta más bonita que yo al mío. Faltaría más. Ni mi compañero exhibir un móvil “Que te cagas, o sea”. Son las garras invisibles del mercado totalitario del “O te montas o te montas” que tantos desvelos nos ha costado darnos y que especialmente asoma su cabecita si diciembre se insinúa. Por eso comprendo que tras los tópicos, tras esas frases recurrentes y fáciles a las que cada día acudimos, puede que se esconda un poso de verdad, una certeza no reconocida, y que la gente, sea la pareja del otro sábado en el bar, sea a una pregunta a bocajarro, hable o responda: “Pues… tapar algún agujero, la hipoteca, hacer algún viaje, no sé… comprarme un coche.”
Pues eso. Que casi es Navidad. ¡Hurra! Y si encima toca… Entonces ya será la repera. De felices, digo.