«EL COLUMPIO»
El columpio iba y venía describiendo una interminable oscilación en el espacio.
A Carlos le encantaba madrugar y sentarse en su columpio. Su mamá lo despertaba a las ocho, bien temprano, y le daba el desayuno junto con las pastillas que el médico le había recetado. Carlos era un niño extravertido… y más alegre de lo que podía permitirse. No iba al colegio y se pasaba las mañanas en el parque, subido en aquella nave particular desde la que podía ver espectáculos grandiosos. Desde las alturas, el pasar del tiempo y de la vida se le aparecía con melancólica nostalgia.
Otros niños se tiraban en el suelo ensuciándose el trajecito que mamá le había limpiado el día anterior; jugaban a esconderse tras los inmensos árboles que Carlos veía perderse en el infinito. Pensaba que si pudiera escalar, treparía por esos árboles y llegaría a las nubes; entonces se sentaría tranquilamente en una que fuera confortable y sacaría su libreta para apuntar todo lo que su vista alcanzara. En ocasiones, sería travieso y estrujaría un par de nubes para hacer que la lluvia cayera plácidamente sobre el parque, para que las plantas no dejaran de crecer. Hablaría con los pájaros y les preguntaría cómo hacen para volar tan alto y tan rápido. Conocería al sol y a la luna y comprobaría si es verdad que se llevan tan mal como para no coincidir nunca; sentía una gran curiosidad por hacerse amigo de los dos y decirles que los más bellos colores se creaban justo cuando uno yéndose y la otra llegando, semioscurecían o semiiluminaban el cielo. Ese momento era, para él, un permanente renacer de todo que ensanchaba su melancólico corazón.
Desde el columpio Carlos se imaginaba todo un mar de fantasías…
Subía las montañas como una gacela y se escondía tras unos matorrales. Allí, agazapado en la espesura del bosque, pasaba largas horas escuchado cómo hablaban los animalitos de sus cosas. Al caer la noche, los invisibles inquilinos del monte componían desde las alturas bellas sinfonías de múltiples sonidos, dispares y extraños murmullos que procedían de todos los recovecos y que le adormecían en plácidos descansos. Una vez quiso ser un poco gamberro: colocó una trampa tapada por unas matas; al poco, cayó un conejo. Gemía desconsoladamente y miraba en derredor como buscando ayuda. Cuando Carlos llegó, la cara del conejito estaba contraída de miedo y frío. Lo cogió entre sus manos y le dio un trocito de pan que devoró en un instante. Lo dejó marchar.
Volvía a subir y a bajar en su columpio…
Ahora estaba con una hermosa y risueña niña corriendo por un césped de un verdor intenso. Jugaban a darle patadas a una pelota: ganaba el que más lejos la enviara. Después iban tras ella corriendo, abriendo sus brazos y enfrentándolos a los fríos remolinos del aire. Con ella siguió jugando diez y quince años más… Una tarde otoñal, cuando las hojas habían borrado el verde que pisaban para dejar un aspecto gris, se dieron un beso apenas tangible que removió todo su interior. Sintió un calor que recorría su cuerpo, y se estremeció, y se emocionó y temblequeó como una marioneta sujetada por los hilos de las alturas.
El día había llegado a su final. Las luces se apagaban y los pensamientos de Carlos se replegaron de nuevo en la ilimitada intimidad de su fantasía. Su mamá se acercó al columpio y con gran esfuerzo le cogió de una pieza y lo devolvió a su sillita de ruedas.
Juntos volvieron a casa. Allí quedó el columpio y sus viajes. Otro día volvería a mecerse en un mundo que ya nadie le podría arrebatar: la Imaginación.