Fahrenheit 451
De vez en cuando, mi amigo Pedro encuentra en su quijotera (traducción literaria de Gulliver; término en argot de la novela La Naranja Mecánica), o desván de de los trastos viejos, pensamientos grises como el que les cuento a continuación.
Ahora que están todos en la playa mientras España se quema literal y metafóricamente, me ha llegado a la memoria una de las tradiciones y ceremonias de algunos estudiantes: la incineración de libros a final de curso. Probablemente justificable, argüirán algunos, como forma de conjuro para librarse del “enemigo” que los ha fustigado y oprimido; una especie de hoguera purificadora en una noche se San Juan o una hoguera de las vanidades.
A mi amigo Pedro Traste estos hechos le remueven algo por dentro: durante la Guerra Civil, unos ignorantes desalmados, que creían que tener libros era cosa de derechas, quemaron la biblioteca de su bisabuela; usaron los libros para ayudar a quemar su Verónica de Salcillo, a la que le rezaba a diario por un convencimiento cristiano marxista (rara paradoja, pero no tanto, pensaréis). En la historia de la infamia se da la constante de querer controlar la mente de los dominados mediante la quema de los libros (ahora mediante la eliminación de archivos digitales), que son el principal enemigo del poder totalitario sobre sus alienados ciudadanos. Conseguir que los propios dominados quemen sus libros, se podría considerar la perfección esa especie control invisible y casi de ciencia ficción. También está quien los echa al contenedor de reciclaje. Es todo un detalle que al menos sirvan para no cortar más árboles. A pesar de ello, aún quedan aspirantes que se encargan de quemar los contenedores, gamberros como los de la Naranja Mecánica de Anthony Burguess, víctimas del sistema, que sin duda encontrarían trabajo como bomberos en el futuro que refleja la novela Fahrenheit 451. Y es que quizás no estamos tan lejos de ese futuro imaginado por Ray Bradbury: el estado, en esta versión del futuro, quiere que los ciudadanos sean felices; por otro lado, el conocimiento, el espíritu crítico que se obtiene de los libros, es un enemigo en potencia. Hoy, en las sociedades civilizadas, se nos enseña a leer, es un derecho internacional; pero se nos enseña mal a amar la lectura. No sólo no se hace esto, o no se hace bien del todo, sino que se promueve subrepticiamente que nos pasemos el día delante de grandes pantallas interactivas, enganchados a auriculares, móviles y otros comecocos encubiertos.
En la novela Fahrenheit 451 estas pantallas ocupaban todos los espacios del hábitat y un cuerpo de bomberos, paradójicamente, se encargaba de quemar todos los libros de aquellas personas que eran denunciadas por sus vecinos. A estos bomberos se les llamaba “guardianes de la felicidad”.
Hoy que vivimos el supuesto presente del futuro que auguraban las novelas futuristas del pasado, no podemos dejar de admitir que acertaron en lo peor; en todo aquello que se refiere a una alienación encubierta. Y para ello se necesita mucho espectáculo, con picos de audiencia, para que las masas estén tranquilas. Que a los millones de parados no les falte la tele, -el apagón analógico adquiere visos de catástrofe- , que ya les pondremos sedantes de tele basura y circos del estilo. El opio del pueblo, la televisión, controla al espectador teledirigido con el que interactúa y fagocita.
Por suerte no vivimos en un estado totalitario como era el caso de esas novelas, pero la democracia también tiene sus trampas, ocultas como pumas en una selva oscura. Detrás de una fachada de libertad se pueden esconder mecanismos de control totalitario que sirven a la política y a la avaricia. Piense en cómo Madof ha jugado con unos inversores muy incautos. Piense en Levantina o en polígonos fantasma para no ir muy lejos.
Aunque os suene a tópico, los libros, y el pensamiento que contienen, son nuestros grandes aliados en la cruzada contra estos poderes. Se conoce a una persona por su biblioteca, que es la nave que nos transporta a planetas prohibidos o paraísos perdidos. Detrás de grandes seres humanos y sus logros, hay libros muy humildes que descansan en polvorientas estanterías.
Haber llegado a la situación de que algunos jóvenes desprecien los libros y los quemen, es el signo de una decadencia, de un tipo de control de estado totalitario fantasma, que sirve a “poderes ocultos” tras la libertad de la democracia. Y este era el tema de ciencia ficción al que aludía arriba; invisible como el control que pretendía el Ministerio de la Verdad en la novela de Orwell, 1984, o como los insulsos habitantes de Mundo Feliz de Aldoux Huxley.