Artículo de opinión de Manuel Torregrosa Valero
Hacíamos alusión en el artículo anterior a estos conceptos, que de no ser comprendidos en su verdadero sentido, terminarían siendo un embeleco más, como de los datos inmediatos de la conciencia bergsonianos, inquiría del maestro Unamuno el bueno de don Antonio, siempre leal al ilustre rector de Salamanca, desde las humildes aulas de un instituto rural. Nobilísimos poetas ambos en los que siempre alumbra el sol de España.
Uno de los principios que tenían más claros los dos bandos contendientes, enfrentados a sangre y fuego, en nuestro triste pasado es el de la unidad de España. SI en la zona franquista o azul, la unidad siempre estaba presente patente en el pensamiento del generalísimo Franco o de José Antonio Primo de Rivera, no lo estuvo menos en la zona republicana o roja, en el ideario del presidente Azaña, Indalecio Prieto o don Juan Negrín. Y lo decimos así, comparativamente, porque en la primera no había que lidiar con nacionalismos o separatismos, dentro de ella. Todo lo contrario de lo que acontecía en la gubernamental, que había de contender con las proclividades de vascos y catalanes, cada vez más inquietantes, razón por la que don Manuel Azaña, el jefe del Gobierno don Juan Negrín y otros líderes, hubieron de agudizar la voz y poner todo el énfasis en la unidad superior, España. No hay más que una nación: España. El estatuto catalán de 1932, primero de la autonomía de la República, salió adelante por la convicción de don Manuel, jefe del Gobierno a la sazón, que entendía ser la solución para Cataluña, para España, de dicho problema secular. Para Ortega, como es conocido, se trataba de un problema que había que conllevar; algo así como aguantarse con él. Tras la aprobación de dicho estatuto, el pueblo catalán dispensó un triunfal recibimiento a Azaña, representantes del Gobierno nacional y de las Cortes.
El día 26 de septiembre de 1932, desde el balcón de la Generalitat, en la entonces plaza de la República (hoy San Jaime), don Manuel Azaña, gran orador, pronunció una vibrante alocución, de la que reproducimos algunos párrafos: “Que sean España y la República española con las soluciones autonomistas para este género de problemas, las que se adelantan y dan muestras de los caminos a seguir… La implantación de la autonomía de Cataluña, no significa ruptura o disociación de caminos, todo lo contrario: Es fundar la colaboración en motivos espirituales, internos superiores a las organizaciones del Estado y en el deseo de poner el nombre de España y de todas sus partes o personalidades propias, bien articuladas, en el lugar en que estamos obligados a mantener el nombre de la ínclita raza de que venimos. Yo creo, catalanes, que os habréis dado cuenta de la enorme impotencia del camino que vais a emprender, que vienen sobre vosotros días de prueba, la responsabilidad de un acierto o un fracaso. Yo estoy seguro de que vais a acertar, a engrandecer a Cataluña, para honrar vuestra y común provecho del pueblo español, en esta obra grande, imperecedera, que marcará en la historia de España y de toda Cataluña, una edad nueva. CATALANES: ¡VIVA LA REPÚBLICA! ¡VIVA LA LIBERTAD! ¡VIVA ESPAÑA!”. El público, dicen las crónicas, aclamó largamente al orador, y contestó a los vivas con entusiasmo fervorizado.
Pero dos años después, con motivo de la crisis del gabinete Samper (1 de octubre de 1934), y del nuevo gobierno que se forma bajo la presidencia de don Alejandro Lerroux, un republicano histórico, en el que entran tres nuevos ministros: Rafael Aizpún, Manuel Giménez Fernández y Oriol Anguera de Sojo, en las carteras de Justicia, Agricultura y Trabajo respectivamente, un comité revolucionario (Largo Caballero y Prieto) convocó una huelga general en toda España, que no cundió, pero se tornó, en algunas partes, en revolución, particularmente en Asturias (La Revolución de Asturias, como es conocida). Y aprovechando esa coyuntura y desgobierno inicial del nuevo gabinete, el presidente de la Generalitat, el “company”-Companys, se lanza a tumba abierta, y rompe las relaciones con el gobierno central de la República (6 de octubre de 1934), cuyo levantamiento fue reprimido, con varios cañonazos, por el jefe de la División Orgánica de Cataluña, general Batet.
Opositores de aquel movimiento disparatado fueron, entre otros, Azaña y Julián Besteiro. Sin embargo, se involucró, también, a don Manuel, que, por esas fechas, estaba en Barcelona, adonde había acudido al funeral religioso por el fallecimiento de J. Carner, que había sido ministro de Hacienda, cuando su gabinete, en el primer bienio (1931-1933). Azaña fue recluido en navíos surtos en el puerto (Ciudad de Cádiz, Alcalá Galiano, Sánchez Barcáiztegui), y allí permaneció casi tres (equivalente a absolución), por auto de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, de 6 de abril de 1935, declarando de oficio las costas procesales, “por no existir indicios racionales de que los querellados Luis Bello Trompeta y don Manuel Azaña Díaz hubieran perpetrado el hecho delictivo de que se le acusaba (“hallarse de acuerdo con los elementos catalanes para proclamar, como éstos lo hicieron, el Estado catalán de la República española, la noche del 6 de octubre de 1934”) que dio motivo a la formación de la causa. La declaración de don Manuel, con motivo de la petición del suplicatorio al Congreso de los Diputados, fue terminante: “Esta era mi posición. Yo soy el último político español que ha hecho aclamar a España en las plazas de Barcelona… Hasta la fecha soy el último político español que ha hecho dar vivas a España en Barcelona y en los pueblos de Cataluña, y con estos antecedentes bien se comprenderá que mi interés político y personal y de conciencia no podía ser éste que se me atribuye”.
Entre la mucha correspondencia que recibió en su cárcel flotante, está la carta que le escribieron los vecinos de Novelda, don Gaspar Vicent –que tenía su local de alpargatería al comienzo de la calle San Roque, como algunos recordarán- y Francisco Llorca, con envío de dulces y uvas, y que fue contestada por Azaña, de su puño y letra, el 21 de diciembre de 1934, cuya copia me ha facilitado mi querido amigo Manuel García Terol, minucioso estudioso y conocedor de cuanto concierne a Novelda, sus gentes, ambientes y relaciones, y que dice así:
“Barcelona, 21 de diciembre de 1934. Sr. D. Gaspar Vicent y D. Francisco Llorca. Queridos amigos: Con gran satisfacción he leído la carta que en nombre de los correligionarios de Novelda me dirigen, y les agradezco mucho las palabras de aliento y adhesión, así como sus fervorosos sentimientos republicanos, que son también los míos. Las cestas de uvas han llegado. La fruta es riquísima, y quedo muy reconocido al obsequio, pero aún aprecio más su disposición personal, tan entusiasta por la causa, y su simpatía. En ello, les correspondo de todo corazón. Le ruego que transmitan a todos, con mi gratitud, mis saludos más afectuosos, y acepten la reiteración de mi amistad y fraternidad republicanas”.
Continuará…