Jesús Navarro Alberola
Hace casi cuatro años que aprendí a volar solo, obligado, como esos pájaros que caen del nido y si no vuelan mueren.
Hoy casi cuatro años después, puedo al fin recordar, entrar en casa, incluso a su habitación, y también escribir estas líneas evocando a mi madre.
Cantaba Mercedes Sosa: «Las manos de mi madre parecen pájaros en el aire, historias de cocina entre sus alas heridas de hambre». Pero para manos, las de mi madre… y las de todas las madres .Esas manos que, todavía calientes, pude coger de nuevo para sentir cómo se enfriaban poco a poco, al mismo tiempo que un gélido dolor me entraba en el corazón y me lo rompía, ese mismo corazón que ella fabricó y cuyos latidos trató de acompasar durante nueve meses. Pero algunos se desbocaron con el tiempo. Recuerdo que le decía de joven: «Mamá, no quiero ir al colegio». «Pues no vayas», contestaba. «Dame un cigarro». Y me lo daba, así era mi madre. El mismo loco corazón que años después se resquebraja mientras le cerraba los ojos, esos ojos que me miraban con un amor infinito desde lo más remoto de los tiempos. Desde antes de nacer ella o yo, antes incluso de que se formara la tierra o el universo. Un amor incondicional que me dejó sumido en el vacío más vacío que pueda existir.
En ese momento, cuando ya no quedaba ni un soplo de calor en su cuerpo vi nítidamente que mi vida ya no sería igual. Todo se desmoronaba a mí alrededor.
Ya no habría una casa a la que ir, un lugar donde hallar un remanso de paz y silencio, un oasis de siestas con el aroma de su perfume y el ruido de sus cremas y maquillajes, su voz susurrándome historias increíbles de su pasado, su risa burlona, cuando me soltaba «aunque la mona se vista de seda …» cuando me veía intentando disimular mis años, ya no habría nunca más un amor que me quisiera más que a ella misma.
Y entonces intenté no pensar nada, excepto en ella y en su vida. Condensar todos los recuerdos en esa sola noche. Pero era imposible. La veía al fondo del pasillo de mi casa, la casa infinita de mi infancia, el lugar en el que ahora habitan mis sueños que nunca hice realidad .Allí al verme entrar deprimido del colegio me gritaba, pero eran gritos de amor desbordado. Y en aquel rincón de la salita me estrujaba entre sus pechos. Y ese sillón que se fue haciendo pequeño a lo largo de los años. Allí, en sus brazos me enseñó a ser diferente, a ser inconformista, a confiar en mí mismo. A ser yo y solamente yo.
Me dio el tesoro que ella tenía bajo la llave de su máscara de normalidad, su espíritu libre, su maravillosa soledad llena de fantasía, y a la vez con plena consciencia de la realidad.
Mi madre era única, como la de todos. Y sus manos en mis manos se iban perdiendo en el pozo infinito de los tiempos donde no había tiempo.
Aquella noche de primavera se fue enfriando minuto a minuto con la pesadez de los recuerdos cimentándose en el alma. Una noche en la que el jardín estaba en todo su esplendor y el aroma del galán de noche entraba por la ventana, ausente al drama.
Se enfrió con olor a galán de noche y el recuerdo de las verbenas del Casino de mi juventud, cuando ella me esperaba, preocupada, en casa.
Ahora no tengo casa. Mi casa es el universo, mi casa son todas las casas donde haya una madre, donde exista una madre que espere a un hijo que regresa. Ahora viajo y ya no sé dónde vuelvo o para qué volver si no está ella.
Lo cambio todo, cualquier cosa, por regresar a esa noche en la que su mano se enfriaba en la mía lentamente. Perdí la conciencia de mi propia existencia, que se alejaba con ella. Hoy siento que ella me ayuda a seguir la vida, el día a día, a volver a las ilusiones, las mismas que dejé aquella noche junto a ella.
Ni siquiera pude ir al cementerio. ¿Para qué? No está ahí. ¿Cómo iba a estarlo? ¿Cómo podría estar encerrada en ese lugar tan tenebroso? Esa noche, en sueños, vi cómo salía por la ventana envuelta en el galán de noche.
Y me quedé solo. Hoy sé que era una prueba, otra más de sus enseñanzas. «Ahora estás solo, Jesús. A vivir, coño». Y viví, imbuido por su recuerdo, maravilloso, mágico, único e irrepetible.
Quien tenga madre que sepa que su vida ya no será la misma cuando la de ella se enfríe. Sin embargo, está ahí, estará ahí para todos nosotros. Para que sigamos viviendo sin ella, pero sabiendo que ahora lo ve todo y nos ayuda a ser mejores personas. Y poder así ayudar a otros a ser mejores personas.
El otro día, en mi 61 cumpleaños, soñé con ella, creo que justo a la hora en que nací. Me abrazó, como esos abrazos del pasillo de mi casa infantil. Y me dijo: «Estoy aquí. Vuelvo contigo. Pasó la prueba, hijo mío. Sé feliz».
Y aquel día puede volver a su habitación. El galán de noche todavía duerme, impregnado en las paredes. El frío invernal habitaba allí, pero, al acercarme a su cama, noté su calor como nunca. Un hálito traído de algún lugar me susurró al oído: «Vive, Jesús». Y entonces, sobre mis manos, volví a sentir la suave caricia eterna de las hermosas manos de mi madre. Gracias mamá.