Artículo de José Fernando Martínez (Charly Rebel)
For love is but a skein unwound
Between the dark and dawn
(El amor no es más que es una madeja devanada
Entre la oscuridad y el alba)
William Butler Yeats
Se apagan las luces. Dios viene en helicóptero y sobrevuela una Roma en construcción llena de colmenas en cuyas terrazas se han instalado las sirenas de Ulises. Detrás les sigue otro helicóptero con los fabricantes de espejismos, de felicidad de plástico. Comienza el espectáculo, abandonen sus vidas aburridas y diviértanse con este vacío, luego les pasaremos la factura. No será como el parque de atracciones de Pinocho, solo se les quedará cara de títere.
Como buenos cineclubistas buscamos en la noche ser los dueños de nuestros sueños, sentirlos bajo la piel y estremecernos con la brisa de la eternidad de sus pasiones. Pero cuando se encienden las luces del cine nos sentimos paralizados, como estatuas de sal, nos cuesta movernos, y fuera de la sala está la vida, indiferente a nuestras ilusiones y vanos anhelos. Es el ticket de la salida que se paga por la entrada al mundo de los sueños fabricados.
Marcelo está apunto del alcanzar el beso de Anita Ekberg que lo hará inmortal, después de hacer el pelele toda la noche, cuado de pronto se detiene el agua de la fuente, amanece cruelmente y se quedan paralizados como en una foto. Y ahí está la vida, el vacío, la nada, el cartón piedra y un repartidor de pan que se ha detenido a observar atónito e inmóvil la escena.
La noche se llena de perseguidores que siguen a un loco, como ciegos que siguen a un ciego, en esa especie de desfile circense que tano le gusta a Fellini.
La noche de la Dolce Vita se paga con la renuncia a los sueños del día. Al final te conviertes en un gran pez amorfo, lo contrario del Big Fish de Tim Burton, que dejó de escuchar a esa niña que quería aprender mecanografía para escribir lo que iba a dictarle ese escritor olvidado, dedicado a amenizar aburridas fiestas de la burguesía.
En estos juegos de perseguir sueños hay algunos que te llevan a la casilla de salida y una gran pérdida de tiempo. Marcelo persigue una extraña felicidad que lo convierte en un peón manipulado. Cuando cree que la va a conseguir o alcanzar, queda ridiculizado, ni siquiera es consciente de que le han tomado el pelo. La distorsión que le provocan estas ilusiones le llevan a despreciar la felicidad de un amor verdadero y una vocación real y sincera.
Paparazzo es el cazador de las imágenes que difunden esas quimeras huecas, esas vidas vacías y prefabricadas. Supongo que como las de los influencers venden felicidad enlatada con fecha de caducidad a punto de expirar.
Al final, me quedo con ese niño que ayuda a poner los platos en el bar y recoge los papeles de los escritos frustrados que Marcello ha arrugado y tirado al suelo. Un niño que trabaja gratis, tan solo por estar cerca de su amor imposible.