Constitucionalismo de pandereta

Artículo de opinión de Manuel González Navarro

Hoy 6 de diciembre. Día de la Constitución.

En estos tiempos pandémicos, en los que vivimos momentos de gran incertidumbre en lo económico, en lo sanitario y en lo social, la Política con mayúsculas parece quedar reducida a una expresión de ruido, mentiras y crispación en el Congreso de los Diputados y por extensión a las redes sociales. Este espectáculo obviamente resulta poco útil para resolver los problemas reales que padecen y preocupan a los ciudadanos cada día.

Sin embargo, si se viene observando en los últimos tiempos, en medio de esta vorágine de bulos, gritos y descalificaciones en los que se ha convertido en ocasiones el debate político, que se cotiza al alza aparentar ser un gran defensor de nuestra Constitución de 1978, invocándose a menudo desde la tribuna pública una especie de constitucionalismo de pandereta, excluyente con los demás, y que convierte a nuestra Carta Magna en una vara de medir de nuestro compromiso con la democracia.

Y es que, todo el mundo se pone la etiqueta de constitucionalista cuando le conviene y en realidad casi nadie lo es ya. No parecen serlo los patriotas que dicen defenderla como dogma de fe y acaparan el sentimiento y la identidad nacional como propios, para luego propugnar un programa político que es una auténtica bomba de demolición a la totalidad de su contenido; ni aquellos que dicen defenderla desde posiciones ideológicas de izquierda pero que en realidad la cuestionan, porque dicen instaura un régimen político ya caducado,-el denominado régimen de la Transición del 78- que ya no representaría las expectativas sociales de la ciudadanía española del siglo XXI, propugnando no su reforma, sino la creación de un nuevo poder constituyente que construya un nuevo orden jurídico nacional.

En realidad, en este mundo polarizado de defensores y detractores de nuestra Carta Magna son cada vez menos aquellos que creen que la Constitución también representa un ideal democrático que permite la convivencia y la paz política asentada sobre valores considerados esenciales en democracia, como son la libertad, la justicia, la solidaridad, la igualdad, la tolerancia y el pluralismo político.

La Constitución es norma suprema, ley de leyes, pero también es norma de aplicación directa que no puede ser troceada a gusto del consumidor ni utilizada como arma arrojadiza en la lucha partidista.

La Constitución no es de nadie, ni puede tacharse de inconstitucional o populista o antiespañol a quien legítimamente propone su reforma sea lo amplia que sea, puesto que no se exige una adhesión apologética e incondicional a su articulado, y toda ella en principio es susceptible de revisión. 

Es cierto que nuestra Constitución es excesivamente rígida para su reforma y ello obliga a obtener el respaldo social necesario en cuanto a lo que se quiere hacer y cómo se quiere hacer, una especie de “pacto social previo”, tarea que parece imposible en el complejo panorama actual en el que no existe ni tan siquiera un mínimo consenso político similar al que existió en 1978. 

Paradojas de la vida. Los partidos políticos que se llaman asimismo constitucionalistas y acuden a celebrar el día de la Constitución hace tiempo que perdieron esa mínima capacidad de diálogo que exige el consenso constitucional imprescindible para abordar su eventual reforma. De hecho, no se ponen de acuerdo en nada, ni en el tiempo de acometerla, ni en el desarrollo de su contenido. Y por si fuera poco, en momentos de emergencia han demostrado una falta de consenso, unidad y lealtad sin parangón para afrontar la crisis económica que se nos viene encima con motivo de la pandemia.

Como ejemplo, estos partidos no son capaces de lograr un acuerdo sobre la duración y efectos de la declaración del estado de alarma, ni sobre la renovación de los órganos constitucionales más esenciales de nuestro Estado de Derecho, ni conseguir un pacto político que ofrezca estabilidad normativa a nuestro sistema educativo o aprobar un nuevo sistema de financiación autonómico más justo y equitativo.¿ De verdad estos señores pueden hacer gala de constitucionalismo si no exhiben el más mínimo espíritu de consenso y concordia en asuntos trascendentales para la ciudadanía?

Y los otros , los que acuden a la cita como quien acude a una fiesta de Mecano, ya saben mucha Coca Cola y algo de comer, carecen de la convicción suficiente para defenderla porque en el fondo no creen en ella.  Consideran que en muchos aspectos ha perdido su capacidad de norma de cumplimiento directo utilizando como coartada un discurso que pone el acento en lo que se ha denominado constitucionalismo social, ese que nos indica si tenemos de verdad un trabajo o una vivienda digna o si llegamos o no a final de mes al margen de lo que proclame como derecho el texto constitucional.

Nadie niega que frente a una Constitución formal existe esa otra Constitución real que afecta a la cotidianidad de la ciudadanía, y que exige un constante desarrollo legislativo en materia social por el gobernante de turno, pero no se hubieran podido conseguir conquistas sociales ni avanzar en derechos democráticos si nuestra Constitución no hubiese recogido la fórmula del Estado Social de Derecho en aquellos tiempos de la Transición, hoy tan denostados y vilipendiados por algunos.

Por otra parte, están los partidos nacionalistas e independentistas que no se sienten representados por ella, para los que la Constitución no va con ellos, la aceptan formalmente para conseguir un altavoz en las instituciones del Estado, pero manejan conceptos como “plurinacionalidad” “autodeterminación” o “derecho a decidir” que no tienen de momento ningún amparo constitucional.  

 La apelación constante a nuestra Carta Magna en boca de los oradores políticos acaba convirtiéndose en una falacia, o lo que es peor en un arma arrojadiza virulenta que tiene más o menos efectividad dependiendo de quién la use, quien gobierne o quien esté en la oposición.

 Y digo falacia, porque cuando alguien nombra permanentemente la Constitución y después no está dispuesto a renovar los cargos de instituciones tan importantes del Estado como el Consejo General del Poder Judicial,Tribunal Constitucional, Tribunal de Cuentas o Defensor del Pueblo, o presenta propuestas legislativas que ponen en duda la separación de poderes o la independencia del Poder Judicial, flaco favor hace al constitucionalismo.

Tampoco defiende la Constitución quien centra su discurso político en tachar de ilegítimo a un gobierno surgido de mayorías parlamentarias y por mecanismos constitucionales legítimos como es la moción de censura porque su rasgo ideológico o la de sus socios no les gusta. Como no lo hace quien defiende y ampara a quienes pretenden la construcción de una legalidad paralela al margen de la Constitución para justificar la secesión de una parte del territorio del Estado y socavar el principio de soberanía nacional.

No puede llamarse constitucionalista quien dice estar en un Estado de Derecho y no respeta las leyes, ni las sentencias judiciales, ni promueve su cumplimiento. Mucho menos aquellos que no preservan el prestigio de las más altas instituciones del Estado cayendo en comportamientos corruptos que dañan nuestra democracia. Tampoco quienes pretendían suprimir el derecho de autonomía de un territorio mediante la aplicación indefinida de su art. 155, no defienden un sistema fiscal progresivo y justo, o simplemente niegan en el ámbito educativo la pluralidad lingüística del país. Tampoco quienes interpretan los derechos y libertades de la ciudadanía de forma restrictiva o quienes proponen la ilegalización de partidos políticos por su ideología y no porque sus actividades seas contrarias al orden constitucional.

Constitucionalista no es aquel que utiliza la Constitución como un ladrillo contra el adversario político a cada instante, sino alguien que al menos se haya leído la Constitución en su integridad, la comprende y defiende sus principios y valores, no solo en el contexto histórico en el que vio la luz, sino en la realidad actual que vivimos y desde la que hay que interpretarla, aplicarla y defenderla, con todos sus aciertos y deficiencias, sin que ello menoscabe la aspiración legítima de su reforma, siempre con el objetivo de mantener ese pacto de convivencia y progreso en paz y libertad que desean todos los ciudadanos.  

No se trata de repartir carnets de constitucionalismo a unos y a otros a los que situamos fuera o dentro de la Constitución a nuestra conveniencia política, ni tampoco de apropiársela para después vulnerarla negando derechos consagrados en la misma, sino de estar al lado de quienes la entienden, no como un instrumento arrojadizo en la arena política, sino como lo que es, el marco normativo que envuelve una España democrática, diversa, plural, de todos y en libertad.

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