Artículo de José Fernando Martínez (Charly Rebel)
No cabe duda de que sin la colección de la revista Imagen y Sonido, que tenía mi padre en la librería, no me habría enamorado de la fotografía como lo hice a temprana edad.
Me pasaba horas repasándolas y contemplando los portfolios fotográficos. En mi imaginación quería verme haciendo esas fotos. Sentía o intuía que había otra realidad, la fotografía en blanco y negro, que hablaba de otros mundos que están en este y no vemos. Me sentía parte de esos miles de ojos que se fijan en la historia de las cosas que alcanzan la plenitud de su alma. Recuerdo aquella bailarina de jazz, de enormes ojos negros mirando a la cámara, perpetuando su belleza. Pasarán los años para ella y ya habrá muerto, pero su imagen sigue eterna en este instante precioso en el que confluyen el deseo del fotógrafo y el espíritu de la bailarina que acababa de asomarse en su mirada porque ya no le cabía en el cuerpo con el que acaba de danzar. “Inmortalizar en una fotografía” es una expresión de uso corriente que en ese momento se convirtió en la imagen que me embelesó y que perseguí toda mi vida desde el fondo del subconsciente.
Cuando en la adolescencia por primera vez sentí que me abismaba en mi primer enamoramiento, nació en mí la necesidad de utilizar la máquina de inmortalizar, la máquina de pintar con luz, la atrapa-instantes, la fijadora recuerdos. De ahí que amor y fotografía, y el deseo de preservar la apropiación de momentos de vida, hayan ido de la mano a lo largo de estos años.
El poder “revelador” de la fotografía ayudaba a entrever cuando un amor se trataba de un espejismo o de algo más sólido, auténtico o profundo. Lo que el ojo no te deja ver, te lo muestra la fotografía. El amor es algo que se siente como eterno; y las buenas fotografías aspiran a reflejar ese sentimiento de inmortalidad. Pero la máquina no puede inventar o imaginar lo que no es real, solo puede captar lo que existe. Y las fotografías solo nos devuelven la realidad transformada en objetos seductores. Lo cual no siempre produce felicidad.
Algunos gestos se perpetúan en nuestra memoria hasta el punto en que recordamos más el gesto que a la persona que lo posee. Son éstos los que me subyugan, me incitan a perseguirlos con la cámara, buscarla y asirlos antes de que se escapen, los espero escondido detrás de la cámara, con paciencia o con impaciencia contenida, casi no respiro y, cuando tomo aire, sincronizo el índice del deseo, el alma y todo mi cuerpo se armonizan para atraparlos.
Ahora, después de muchos años a la caza de esos gestos, leo en uno de los libros de la biblioteca de mi padre, La Inmortalidad de Milan Kundera, y me descubre que “el gesto es un lenguaje de signos de lo innombrable”, que es como una huella de una belleza inesperada que “despierta un deseo confuso e inmenso”, que incluso somos utilizados por él en cierto sentido. Es a partir de un gesto, que el autor percibe como un instante, como una fotografía, que surge toda una novela que se abre y se cierra con él.
En ocasiones anhelo fotografías que se han formado en mi mente con la esperanza de que se materialicen; son como lugares o personas imaginadas que llevaban tiempo viviendo en mi espíritu, que han crecido en esa caverna platónica y que un día inesperado ven la luz al ser atrapados por mi cámara. En cambio, otras entran a mi caverna e hipertrofian mis sombras. Al final son estas criaturas de luz, plata y tinta las que me harán eterno cuando mi biblioteca y mis fotos formen parte de otras vidas, después de viajar, Ítaca tras Ítaca, y algunas librerías de viejo. Un viaje para crear encuentros con gente del futuro me descubran en un exlibris o en una foto. Gente que volverá a enamorarse y construirá su propia eternidad.