Artículo de José Fernando Martínez (Charly Rebel)
El pasado 19 de junio me invitaron a ser el pregonero de la graduación del IES Vinalopó. La razón: me quedaban días para jubilarme después de 30 años en el instituto que una vez fue IFP de Novelda y en el que he pasado media vida.
Lo atípico, debido a las medidas de la pandemia, era que debía repetir el discurso cuatro veces, ya que había que turnar a los cursos por problemas de espacio.
Redacté un discurso de dos folios, ya que el tiempo apremiaba y me pidieron que fuera breve.
Antes de empezar el acto una madre del AMPA se acercó a saludarme. Había sido mi alumna hace unos 20 años. Sus dos hijos se graduaban ese día y me dijo que estaba estudiando filología inglesa con esa sonrisa cómplice que tienen los antiguos alumnos cuando saben que te van a sorprender con una noticia que no esperabas. Lo cual me animó bastante ya que estaba recibiendo la prueba de que mis consejos a veces llegan a buen puerto.
Comenzó el acto y solté el discurso. Fue improvisado, al igual que una partitura de jazz, me salieron cuatro melodías diferentes, pero con un contenido semejante.
La brevedad del discurso me obligaba a ir muy directamente al grano, el cual consistía en consejos de viejo estudiante y profesor para que los usaran en su recién inaugurado futuro como graduados.
Les hablé de la libertad, del trabajo, del amor, del amor a lo que hagan, de la humildad, de los sueños, de la felicidad, de los errores, del caminante que no tiene camino, de las metas, de la importancia de brillar seas lo que seas, hagas lo que hagas, de Allen Ginsberg… y cité a Oscar Wilde, a Ethan Hawke y Tim Minchin.
Lo solté todo sin orden ni concierto como un gran guiso y les deseé mucha suerte.
Tras el primer discurso, cuando todos estaban desalojando el patio, se acercaron dos alumnos para agradecerme de corazón todo lo que había hecho por ellos; les di un abrazo y les dije que me alegraba de que lo hubieran conseguido.
Querían un selfie conmigo y la madre de uno de ellos se ofreció para hacer la foto; tras lo cual me comentó que lamentaba que me fuera del instituto por la jubilación. Le contesté que hay gente muy preparada, y mejor que yo, para sustituirme.
Luego se acercó el director para decirme que le había parecido muy entrañable la escena que había observado a unos metros de nosotros y me preguntó si llevaba muchos años dándoles clase. Le respondí que nunca les había dado clase, solo habíamos hablado por los pasillos a lo largo de los años que estuvieron en el instituto. Habíamos hablado poco, pero parece que les sirvió de mucho.
Al parecer, uno no deja de ser profesor cuando sale del aula y la experiencia de la educación no se limita a ellas. Me alegro mucho por mis alumnos de pasillo.