Art. de opinión de José Fernando Martínez (CHARLY)
Era la primera vez que visitaba España.Siempre me quedo absorto cuando miro el paisaje a través de la ventana del tren.La velocidad y ese cambio de escenario y luces, el cielo, los sembrados, hacen que caiga en una especie de trance en el que aparecen recuerdos escondidos,imágenes olvidadas que se entremezclan para alterar el tiempo y su velocidad. Es como si el tren corriera hacia tu destino, pero el paisaje en movimiento de sus ventanas recorriera los pasillos oscuros de tu pasado.
A miles de kilómetros de mi casa en Arizona, mi familia y mis libros, que siempre son esa otra familia, me echaban en falta. Conocía el idioma porque mi abuelo era de Novelda y tenía muchos amigos hispanos con los que practicaba el español en el pueblo.
En esto pensaba cuando de pronto se sentó alguien en el sillón de enfrente y toda mi ensoñación se cayó al gris suelo del tren. Se trataba de un joven alto y moreno que me recordaba un poco a Gregory Peck. Me saludó sonriente y supe que era el tipo que inmediatamente abriría la conversación.Se había subido en la parada de Albacete y seguramente seguiríamos juntos hasta Novelda. Tras sentarse sacó un bocadillo envuelto en papel Albal y se puso a comer mientras leía una revista bastante gruesa. Al levantarla ligeramente pude leer en su portada:La Estación,Pura Emoción.
Perdone.—le dije—me ha resultado muy curioso el nombre de la revista que está leyendo.
—Es la revista de fiestas del barrio la Estación de Novelda.
En mi memoria renacieron todas las historias que me había contado a mi abuelo sobre el barrio y el hecho de que él mismo dirigió en una ocasión su publicación
—¡Que interesante!¿es usted de ese barrio?
—Sí, y, además, he dirigido este año la revista que tengo ahora entre manos y le estaba dando un repaso.
—¿Me permitiría echarle un vistazo? Mi abuelo era de Novelda y también dirigió en una ocasión esa revista. Permítame que me presente. Me llamo Odakota y mi abuelo se llamaba José Fernando, aunque todos lo conocían por Charly desde que era muy niño.
—¡Vaya sorpresa! yo me llamo Toni, encantado, tome, le regalo una que llevo para un amigo. Cuando llegue a casa cogeré otro.
—Entonces, es casi seguro que nuestros abuelos se conocieron.
—Claro, sin duda. He repasado todas las revistas a conciencia para orientarme a la hora de hacer ésta.Tengo entendido que era fotógrafo ¿verdad?
Sí, era un gran aficionado, en casa tenemos todos sus archivos.Yo también lo soy, pero soy antropólogo de profesión y escribo libros sobre el pueblo y cultura Hopi. Voy a dar una conferencia en la Universidad de Alicante y me quedaré hasta el domingo, que volveré a Madrid para coger el avión.
¿Y dónde vive ahora, si no es indiscreción?
No lo es en absoluto. Vivo en FourCorners, Arizona.
Mi madre es nativa Hopi y desde niño me hablaba de las costumbres y leyendas de su pueblo, de la importancia de los ritos para la cohesión de los pueblos. Hopi significa educado, que se sabe comportar, que es civilizado y pacífico. Es un pueblo que se esmera por un ideal de respeto y paz.
Aquí en La Estación hemos mantenido los ritos y las costumbres de sus fiestas como algo fundamental para la buena convivencia.Yo creo que esta es la personalidad social que creó el ferrocarril y que caracteriza a este barrio.Es casi un fenómeno anacrónico. Deberías conocer estas fiestas,te sorprenderán sin duda. Si tienes tiempo, pásate el sábado por la verbena. Toca La Orquesta Montecarlo, un grupo que lleva casi un siglo interpretando buena música cada año. En la revista puedes encontrar todos los horarios de los actos.
La conversación transcurrió entre anécdotas e historias de La Estación que Toni no paró de contar durante todo el trayecto.
En la estación de Villena subieron algunos pasajeros. Cuando me cruzo con desconocidos experimento una tendencia a la analogía, a la búsqueda de patrones familiares entre en los rasgos de los extraños. Esto, a menudo, me hace ver y confundir a personas que creo conocer o encontrar por casualidad. Y fue este mecanismo mental el que se puso en marcha en el momento en que se abrió la puerta automática del vagón y una mujer de pelo largo oscuro clavó su mirada en la curiosidad de la mía y, por unos instantes, nos resistimos a apartarla. Fue como si ambas se hubieran reconocido mutuamente en una remota y rara familiaridad.
Bajé la mirada por pudor y escuché su voz saludar a Toni. Se conocían. Pero no se detuvo y siguió pasillo adelante.
Al poco llegué a la estación de Novelda, me despedí de Toni y quedamos en vernos en la verbena el sábado.Llamé a un taxi mediante la aplicación del móvil y me quedé en la puerta de la estación a la espera.
Las esperas son siempre así: al borde de una posible desesperación, me entretengo en observar como un fotógrafo en busca de detalles curiosos, escruto todo lo que me rodea. En ese lugar, que para mí, todo era completamente nuevo. Yfue en uno de esos “escaneados” queme encontré en el suelo un papel doblado escrito a mano.
Parecía sin duda el contenido de una carta. El papel era muy fino, casi transparente. La curiosidad me hizo agacharme para cogerlo y pensé que podría distraerme mientras esperaba al Taxi leyendo algo que, sin duda, podría ser muy íntimo, pero que, por su anonimato, no supondría ningún daño a nadie.
La carta decía:
“Estoy muy triste.Nunca te enseñaré ésta a no ser que vuelvas a quererme. Te he visto en mi sueño con ella. No quiero estar sin ti.Te quiero.¿Es posible que no me dejes ahora? Y además, ya no me llamas. Tendré que empezar a pensar que ya no me quieres. Es muy difícil aceptarlo; aunque para ti, supongo que no te supondrá nada. Es el inconveniente de querer a alguien que ha dejado de quererte.Y te puede ocurrir cualquier momento, otra vez, cuando te vuelvas a enamorar.
No sé si no lo volveré hacer; el mundo me parece horrible sin ti, cuanta cursilería, te extraño.
Me he puesto a escribir porque quería decir mil cosas, pero no sé por dónde empezar. Me estoy desahogando y ahogando a la vez.Mierda.”
Sentí una gran empatía, que me llenó de tristeza, pese a su anonimato.
En ese momento llegó el taxi. Me subí y, cuando estábamos cerca de cruzar la barrera, veo que ha parado un coche del que sale la misma chica que vi en el tren. Parece un poco nerviosa mientras mira el suelo como si buscara algo.
Le dije al taxista que diera la vuelta, pero la barrera del tren ya se había bajado y nos habíamos quedado al otro lado de las vías.
La feria nos había obligado a coger la carretera en la dirección opuesta para llevarme a Novelda. Tras la espera, ya no estaba el coche ni la chica.
Después de instalado en la fonda del Pasaje, di una vuelta por la ciudad, andaba un poco aturdido por el jetlag. Reconocía cada lugar, cada rincón por las fotos del álbum de mi abuelo.
La conferencia tuvo buena acogida de público. Pero no se me iba de la cabeza la carta y la chica del día anterior. Pasé el sábado por la mañana visitando La Casa Museo Modernista, El Casino, La Glorieta y el Castillo. Por la tarde, cogí un taxi que me llevó a la feria de la Estación.Sentía una gran curiosidad por conocer sus fiestas y, tal vez, poder devolver la carta que suponía pertenecía a aquella chica.
En la feria estuve disparando a los patos, no gané nada porque tengo mala puntería, una vergüenza para los paisanos de mi madre.
Por encargo de mi abuelo, compré unos dulces rojos y negros. Luego me metí en la atracción El Laberinto de los Espejos.Siempre me han gustado los laberintos. Algunos deforman como los espejos del callejón del Gato, los esperpentos de Valle-Inclán. Me gusta perderme adrede en el sentido que propone Rebeca Solnit, como forma de transformación, la incertidumbre como liberación, el wanderlust: aventurarse en el más allá, abrazar lo desconocido en un deambular espiritual. Como cuando Virginia Wolf erraba sin rumbo por Londres o Cortázar por París. Cuando camino por el placer de no saber a dónde voy, solo por el placer de sentir o escucharme, siento que pierdo el pasado y vivo el presente, como si lo iluminaran para filmarlo. Mi abuelo le llamaba “noveldear”y tomaba fotos de lo que encontraba, que no siempre eran fotografías.
Había oído decir que si no separas tu mano derecha de la primera pared que encuentres se acaba saliendo de un laberinto.Y en esas estaba cuando vi a la chica del tren pasar reflejada en uno de los espejos. De pronto se paró.Clavó su mirada en mí como si me hubiera reconocido.
Me precipité para decirle “perdone, pero creo que tengo algo que le pertenece”; cuando, al abalanzarme, di de bruces contra un cristal que estaba en medio de lo que parecía un pasillo que se dirigía hacia ella.
Me quedé bastante aturdido.No sé si perdí el conocimiento por un instante. No llegué a caerme, pero el dolor me hizo cerrar los ojos y al volver a abrirlos, ya había desaparecido de mi vista.
Al cabo de un rato conseguí salir del laberinto y me fui a dar un paseo por la feria con la esperanza de encontrarla. Esperanza vana finalmente, pues ya no vi rastro de ella. Siguiendo las recomendaciones de Toni, esa noche me pasé por la verbena. No conocía a nadie. Posiblemente me encontraría con él cerca de la barra en la cual era casi imposible pedir algo ya que la gente se abalanzaba sobre ella impaciente y deseosa de agarrarse a un tubo de plástico duro con publicidad del barrio.
Cuando empezó el concierto se hizo más complicado reconocer alguna de las dos únicas caras que conocía. Finalmente conseguí un whisky con Coca-Cola y me acerqué para ver más de cerca al grupo. El cantante dijo unas palabras de agradecimiento al barrio y a sus gentes. Dijo que iban a interpretar “La Chica de Ayer” de un grupo del siglo pasado que se llamaba Nacha Pop, pero que no había perdido fuerza y frescura. Pensé: “ese título le va como anillo al dedo a lo que me ha llevado de cabeza desde que he llegado a La Estación”. De pronto sonaron los primeros acordes de ese solo de bajo seguido de una melancólica guitarra. Reconocí inmediatamente una de las canciones que solía escuchar mi abuelo.
Justo entonces escuché a alguien, detrás de mí, que sabía la letra y cantaba con una voz más dulce que la del cantante.
Me volví, y ahí estaba la chica de ayer, la chica del tren, la que perdió la carta la causante del dolor de nariz y cabeza en el laberinto.
Ya le había cogido cariño sólo por eso. Pero su voz, esa voz un poco Bonnie Tyler me desarmó, me sumió en un arrobamiento del que no podía salir ni con la técnica de la mano derecha. Los laberintos del amor no tienen soluciones de manual, son como abismos.
Le dije: “creo que…”, pero ella se adelantó y me dijo que le encantaba esa canción.
—¡Hola! me llamo Maite, ¿de dónde eres? Te vi en el tren. ¿Estás solo?
—Sí, estoy solo. No conozco a nadie. Soy de Arizona. He venido a dar una conferencia sobre el pueblo Hopi. Creo que he encontrado algo que perdiste—respondí y añadí rápida y taquigráficamente a esa rápida batería de preguntas.
¡Ah! Esa carta. La quiero olvidar, casi me alegro de haberla perdido. Y siguió bailando y cantando la letra de la canción: “…te acuestas a mi lado sin saber por qué…”. Estaba encantadora y yo muy nervioso. Solía ser muy patoso con las chicas desde que había registros de estos desastres en mi vida
¿Quieres que vayamos a alguna parte que podamos hablar? Me interesan mucho las leyendas.
—Como habrás adivinado por la carta no hace falta que te explique la fase tonta por la que estoy pasando, pero así es la vida decía mi abuela cuando escuchaba esta canción y se acordaba de un novio de su juventud. ¿Tú escuchas canciones que consiguen que puedas amar?
_No sé, pero hace un momento mi cabeza daba vueltas persiguiéndote en un laberinto de cristal en el que me encontré con la chica de ayer.
—Hay que ver cómo se enredan las canciones y la vida.
Dijo esto con una gran sonrisa a modo de Eureka y añadió:
—Vamos. Te enseñaré los alrededores y me cuentas.
La seguí por calles mientras hablábamos de todo menos de la carta.
Finalmente acabamos en un camino desde el que se escuchaba la verbena a lo lejos como un arrullo.
—No tengo muchas ganas de fiesta.Prefiero hablar hoy con un extraño como tú, que no me conoces de nada, porque no quiero pensar, quiero olvidar mis pensamientos, Cuéntame algo de esos Hopis.
En ese momento se escuchó a un perro, en algún chalet lejano. Se cogió de mi brazo y me preguntó:
— ¿Porque aúllan los perros?Dicen que es porque hay un alma perdida que está apunto de partir¿Tú que crees?
—Son capaces de oler los necronomas, algo parecido a las feromonas, pero de alguien que está apunto de morir.
—¡Qué triste! ¿Harán lo mismo cuando muere un amor?
—En la mitología Hopi hay una historia sobre un amor imposible. Kokopelli era una diosa que quería conocer el amor humano y se hizo pasar por humana.Tuvo una aventura amorosa con Trully nombre que significa “lobo solitario”. Por cierto, no te he dicho mi nombre Odakota significa “amigable” Perdona. Ok, sigo: Cuando los dioses descubrieron la traición de Kokopelli, la castigaron a vivir eternamente en la cara oculta de la Luna y a Trulli lo convirtieron el lobo.Y el resto ya te lo imaginas.
—¡Cómo mola! ¿Sabes porqué me quedé mirándote un poco descaradamente cuando te vi en el tren? Échale un vistazo a esta foto.
Sacó su móvil y frotó varias veces la pantalla.
—Está es mi abuela de joven y este su novio. Me recordaste mucho a él.
—Déjame ver. Tengo la misma foto en el álbum de mi abuelo. Vaya sorpresa, vaya coincidencia, tú también te pareces un poco a ella, por lo menos le das un aire.
—No creo en las coincidencias — dijo con tono triste y la mirada perdida — Aparte de la fuerza de gravedad, debe haber otras que no entendemos ni controlamos. Entre ellas está una que llaman atracción amorosa.
—Pese a mi escepticismo, me parece una idea preciosa.
—Lo es.
Nos quedamos un rato mudos escuchando nuestros pasos y el crujir de las piedras bajo la suela de los zapatos.Andábamos por La Rambla y Maite señaló la ermita de Santa María Magdalena que se distinguía lo lejos, iluminada en la tranquila noche, y seguimos caminando hacia el Clot.
Todo lo había visto en las fotografías de mi abuelo. Puede apreciar cómo ese paisaje me recordaba a Arizona donde pasé mi infancia.
Normalmente se toman fotografías para recordar los lugares donde uno ha sido feliz; pero, en este caso, eran los lugares a los que me recordaban a las fotografías.
Lo que siguió y viví con tanta intensidad aquella noche se convirtió en una cápsula inolvidable que quedó en mi memoria para siempre. Ella seguía herida y enamorada de alguien que hacía tiempo que ya no la quería; y jugaba cruelmente con sus sentimientos, interpretando al ambiguo falso amante que da vanas esperanzas porque todavía quiere el poder de saber que la tiene bajo control, cosas de psicópatas, ya se sabe.
Imposible hacerle entender que lo mejor que podía hacer era pasar página. Que si no te gusta lo que has escrito, a la papelera, y a rescribirse. Que no merece la pena quedarse toda la vida aullando a la luna.
Cuando volvimos al barrio, no quedaba casi nadie en la verbena. Nos dimos las buenas noches con un “no sé si volveremos a vernos” y se metió en su casa.
Sin apenas dormir, fui al día siguiente a la estación para volver a Madrid.La feria seguía rumiando su ronroneo como una amalgama de sonidos que rezumaban. Sonidos a borbotones que me produjeron una especie de nostalgia y soledad¿Podría haber sido feliz en este lugar? Sí, pero tenía una vida que completar en el desierto.
Pensaba en esto cuando levanté la mirada de las ruedecillas de la contraseña de la maleta, y vi a Maite que se acercaba.
—¡Sorpresa! Quería despedirme de ti. Te he traído la revista del barrio para que tengas un buen recuerdo (no le dije que ya la tenía) lo pasamos muy bien ayer, siempre lo recordaré.
Sentí que me quedé sin palabras.Le di un abrazo que se prolongó en un abismo del que no quería salir y recordé la canción de Depeche Mode, EnjoytheSilence: “Todo lo que siempre he querido, todo lo que siempre he necesitado está aquí en mis brazos”
—Te escribiré. Quizás nos volvamos a ver en un futuro — pude decirle al separarme.
—¿Sabes? Algo así le dijo tu abuelo mi abuela aquí mismo cuando se fue a Estados Unidos.Nunca más se vieron y ni se mandaron cartas. Quizás es mejor así. Las extrañas bellezas del recuerdo necesitan de su disciplina.
El tren estaba a punto de partir. Una de esas fuerzas inexplicables me empujaba a no irme. Subí al tren y la miré por última vez desde la puerta.
Durante el resto de mi vida siempre recordé aquella noche en el paisaje y el movimiento de los trenes en los que viajé, y en los que siempre evoqué a la chica de ayer yaquel lobo solitario y enamorado que aullaba a la luna.
José Fernando Martínez Fernández (Charly Rebel)