Jesús Navarro Alberola
Canta Sabina en una de sus canciones que Nicanor siempre contestaba a la pregunta de si había estado enamorado con un escueto: «No, señor, yo siempre fui camarero». El verso recoge el testigo del western Pasión de los fuertes, dirigido por John Ford en 1946. En la película es Henry Fonda quien recibe esa misma respuesta.
También dijo Sabina que el amor era un juego. Y los dos «ciegos que juegan a hacerse daño» somos tú y yo, usted y ella, ella y él, cualquiera de nosotros. El amor se juega de noche, con la sombra de testigo y el titilar de la luz de una vela en las pupilas. Ahí es cuando uno se siente libre; cuando nadie lo ve, como el pájaro que espera que oscurezca para desplegar sus alas y batirse en duelo con la luna. La gaviota salvadora que surca el aire.
Pero, a veces, en ese juego nos cuesta hallar pareja. Quizá la otra persona se cierre (¿tal vez por fracasos anteriores?) y entonces nos toca a nosotros desplegar el ataque. La conquista parece, de antemano, perdida, e incluso la victoria podría ser tan agónica y humillante que pueda hacernos bajar los brazos para siempre y rendir el alma. Sin embargo, al igual que la arruga es bella, la derrota también puede ser gloriosa. O quizá sea este un pensamiento de conquistador ya maduro, experimentado, acaso sorprendido por la posición fría y calculadora del contrincante de turno. Es entonces cuando el conquistador despliega todo su arsenal de seducción: aparente interés por su vida, falsa humildad contando la suya, miradas de poeta despistado, historias del pasado cargadas de melancolía que buscan el consuelo de un contacto físico… Pero nada. Nada de nada. La otra persona permanece ajena a los ataques, tan distante y quieta en esa suerte de Don Tancredo que el bravo Don Juan, ciego como los amantes de Sabina, aunque desarmado y despistado, ya no sabe hacia dónde embestir. Y nos dan el pinchazo, la estocada definitiva que mata al galán. Así siempre. Y así cada vez. Hasta que, en uno de esos pases triunfales, alguien ve un rayo de verdad en nuestros ojos, arrodillados y derrotados, y puede que piense: ¿Tenía amor real esa mirada? ¿Será esta vez la buena? Ya lo había visto antes, pero ¿y si en esta ocasión el amor es auténtico?
¿Y cómo saberlo? Al igual que amamos los libros: con el mismo fogonazo de verdad, mariposas en el estómago o fe ciega. Porque podemos olvidarnos del contenido, de algunos pasajes y todos los diálogos, pero jamás se borrará de nuestra mente dónde los leímos y qué sentíamos mientras lo hacíamos. Yo he fundido para siempre El amor en los tiempos del cólera con Tarifa y el escenario de un amor prohibido que marcó esa época. Cuánta nostalgia acumulada durante esos meses: estaba junto a ella y ya la echaba de menos; así de imponente era su presencia. Qué cosas tiene el amor, ¿verdad? Qué cosas tienen los amantes.
Como aquel al que siempre acusan de seductor, de ser un farsante en el amor, de preparar estrategias y repetirlas, de llevarlas en un maletín igual que el fontanero carga sus herramientas. Hasta que una noche se siente desamparado, indefenso, juzgado y acusado. Sin abogado defensor, buscando amparo en la barra del último bar, en la copa del vino amargo de la soledad. Se siente sucio. ¿Cuándo dejará de pelear, de buscar y no encontrar? ¿Cuándo encontrará su remanso de paz, el puerto donde atracar para siempre ese corazón roto? En un artículo anterior escribí que el verdadero destino de la vida no es esa Ítaca homérica, sino todo lo que nos sucede durante el camino. ¿En el amor es igual?
Somos irracionales, contradictorios y oscuros. No hay forma de controlarnos. Y el que busca ese control se equivoca, afortunadamente se equivoca, y solo encontrará una cosa: soledad. ¿Y la soledad es amistad? ¿Con uno mismo? Quién tuviera la respuesta…
En ocasiones, la gente se salva de milagro. Corazones rotos a milímetros del abismo y, de repente, una mano invisible llega y nos rescata. ¿Será ella la salvación? ¿Coserá la herida para siempre? ¿Será la última estación, el paraíso definitivo en forma de gigantesco pasillo? El mío era larguísimo, pero al fondo estaba siempre mi madre con los brazos abiertos como algodones para llenarme de besos y gritos de amor. Algunas décadas después, los recuerdos y el amor son distintos. O no tanto. Porque nuestro amante sigue deseando el olor y el roce de su piel, el sabor de sus labios… Continúa pensando: ¿Dónde estás, amor? ¿Estarás entre las risas, entre las sábanas, en el disfrute de una tortilla de trufa, en un eterno viaje a Roma? ¿O quizá arrastrando su mirada por los caminos gallegos, como un percebe arrancado de la roca, a la deriva en el mar salvaje del amor no correspondido?
Todos buscamos la muerte sin miedo, sabiendo que nos salvaremos, porque el amor lo hará por nosotros, porque un amor que no es a muerte no es verdadero amor. Ya lo decía Sabina, siempre Sabina: «Lo que yo quiero es que mueras por mí». O todo o nada, aunque sin tratar de cambiar al otro, sin ejercer un control en su vida, pues eso conduce irremediablemente a la ruptura; y de ahí a la nada. Por tanto, ¿es posible un amor perpetuo o es tan solo una quimera? Yo creo que sí. Es difícil, pero no imposible. Solo hay que cuidarlo cada día, respetar la independencia y la individualidad de la otra persona. Porque sin libertad el amor es tan solo un cerrojo, y la vida una celda. Menos mal que yo siempre fui camarero.
!!Vaya por Dios!! Al final va a ser verdad eso de que el amor es cosa de ricos.
Como diría Matias Prats, «!bueno! y el día que deje de ser camarero…»
Bello articulo.Enhorabuena
El amor es una lotería .Afortunado al q le toque .