Art. de opinión Francisco Penalva Aracil

PEQUEÑAS COSAS

Las nubes se pasean por el aire, y en ocasiones nos quedamos mirándolas, intentando descifrar o ver en ellas, la forma de un animal o rostro humano. Es una distracción como otra cualquiera, pero los hay quienes lo hacen intentando además asomarse y ver o imaginar, con acomplejada timidez, la inmensidad del firmamento. Parecida por otra parte a la del mar.

Ante cosas sencillas pero al mismo tiempo profundas, nos sentimos pequeños recogiéndonos en nuestra intimidad e intentando disfrutar, introducirnos a nuestra manera, en nuestro mundo más íntimo y personal. Los amores, deseos, aficiones; la música que nos gusta, la poesía que nos conmueve.

Intentemos centrarnos más a menudo en esas pequeñas cosas de la vida cotidiana, como conversaciones simples pero humanas, anécdotas, detalles, que muchas veces pasan desapercibidos pero que a ti se te quedaron grabados.

En mi caso recuerdo las que mantuve  con tres mujeres. Entre ellas María con su ingenua e inocente bondad, y enamorada de su maltratador. Un hombre que le amenazó de muerte varias veces, la humillo y desprecio. Y que sin embargo en la conversación que tuvimos ella aun recordaba de él, después del sufrimiento que le produjo, sus “atenciones” como el hecho de que le trajese a la cama en invierno, un vaso de leche calentita. Era un gesto de amor según ella. 

O aquello que me conto Herminia, una mujer que nunca se había sentido guapa, pero tenía un cuerpo vistoso decía ella, donde las formas se acoplaban con armonía. Y tenía una melena castaña larga y rizada, que llamaba la atención, pero que el tiempo había estropeado, así como la estrechez de su cintura.

Hacía años que no la miraba nadie. La primera vez que él lo hizo, se repasó a si misma discretamente para comprobar que no había pisado una caca de perro, ni había reventado la costura de su falda. Aquel hombre que la miraba tampoco era guapo, su cara rojiza y sus pómulos repletos de venillas, no le daban muy buen aspecto, pero su sonrisa pícara le atraía. Se veían sin hablarse todos los días por las mañanas en el bar “el Metro”. Ella iba a trabajar y el por lo visto estaba parado y parecía muy solo, quizá iba al bar como tantos otros para estar rodeado de gente.

 Ella también estaba sola, posiblemente esa soledad mutua que ambos intuían el uno de otro, fue lo que los atrajo. Durante el trascurso de los días desilusionada porque no ocurriera algo,  fue descartando motivos para las miradas de aquel hombre. 

 En la última conversación que tuve con Herminia me dijo. Llevamos un tiempo sin decidirnos ninguno de los dos a entablar una conversación, cada vez que intento sonreírle el vuelve la cabeza. Mi respuesta a su indecisión fue, que siguieran viéndose pues mientras él hiciera acto de presencia existía la posibilidad de encontrarse.

No se me olvida tampoco, aquel día que caminaba de buena mañana por mi barrio y note que se me había deshecho el nudo del cordón de una de mis zapatillas, para atármelo  apoye el pie en una ventana que tenía su persiana subida, y observe que detrás del visillo me miraba una mujer ya mayor, y de pronto desapareció de mi vista y salió a la calle diciéndome que quien era yo para poner mi zapatilla sucia en su ventana, sin saber que decir le pedí disculpas y le enseñe las suelas para que viera que estaban limpias. Entonces ella comprendió su metedura de pata y me dijo que le perdonara, pues vivía sola hace ya mucho tiempo, y en realidad lo único que quería era hablar con alguien.

Si intentando hablar de pequeñas cosas he pasado a hacerlo de soledad algo que siempre me ha preocupado, pero en cierto modo de la deseada se nutren los recuerdos. La no deseada sin embargo, está formada por el desasosiego, la melancolía, o la tristeza de estar en una casa desangelada fría, sin ningún ruido, ni pisadas o murmullos que denoten compañía, no poder hablar, estar, o convivir con alguien cuando lo necesitas.     

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