La Tejera: Camino a las Vegas
La caja de zapatos agujereada ya costaba abrirla por las incontables telarañas de seda amarilla que habían tejido los gusanos. La temporada de las hojas de morera había pasado (una lástima, porque las excursiones a las moreras también eran un disfrute en esa época sin videojuegos ni Facebook), y el espectáculo de ver a estos milagrosos insectos mordisqueando con ahínco las verdes hojas era único; en plena metamorfosis de gusano a mariposa, las horas se hacían minutos mientras observaba esta evolución. Los capullos parecían ataúdes, pero al revés; no caminaban hacia el cementerio sino hacia la vida, a una vida diferente y con alas angelicales. Como en el cuento del Patito Feo, el horrible gusano se convertía en cisne. Aquí, cuando el cuento acababa, dejaba tras de sí unos hilos encapullados de los que nunca te imaginabas que podría salir un verdadero tejido de seda natural.
En estas estábamos cuando, ya en la antesala del verano, aparecía San Pascual Bailón de la Estación. Entre gusano y mariposa, entre cantaleos y canicas, entre balonazos y juegos de guerra, entre vuelos de golondrinas y campanadas de la Iglesia, se hacían los planes para el gran viaje del año a nuestra particular Coney Island.
El barrio de la Estación nos parecía tan lejos como Madrid. El cordón umbilical, seguro y fiable, que unía al barrio con el pueblo era y es el camino de la Tejera. Cuando llegabas a la Estación parecía que te ibas a encontrar gente de otro pueblo, de otro país, y te sorprendía que la gente hablara como tú y fuera como el vecino de tu casa: un noveldero más.
Con autoridad, las madres nos hablaban claro: «heu d’anar per la Teulera, que no em sàpiga que aneu per la carretera, amb els cotxes que hi ha». Total, coches había cuatro, pero el temor de las madres siempre ha sido el mismo. Otra advertencia obligada era: «veniu abans que es faça de nit i cura, no us fiqueu en el fang del riu».
Poco a poco, la figura de la madre detrás de la persiana, observando nuestra partida, se veía cada vez más lejos, hasta doblar la primera esquina; allí, la sensación de libertad nos invadía todo el cuerpo. Por fin solos. Nos esperaba un día de fiesta, nos esperaba la feria de la Estación, la aventura más deseada.
San Pascual Bailón pasaba a un segundo término y en nuestra imaginación ya se veían las luces de neón y la grandiosidad de los artilugios mecánicos, y eso que solo estábamos atravesando el Paseo de los Molinos, en esa época en la que era un Paseo de verdad. Pasado el primer Molino y por pequeñas sendas llegábamos al río. El olor a sal y a fango se apoderaba del ambiente y la advertencia de las madres se hacía entonces presente. A una distancia prudente, para no mancharnos, veíamos y oíamos el ¡chof! de las piedras que lanzábamos al negro fango y cómo desaparecían poco a poco, como si fueran arenas movedizas. Allá a lo lejos, las luces de la noria y la música estridente de los coches de choque se hacían presentes. El ¡chof! , perdía todo el interés.
Al subir la cuesta de la Tejera se percibía el aroma a almendras garrapiñadas, a puros de caramelo de todos los colores, a churros con chocolate, a nubes de algodón de azúcar y al turrón que había sobrado de las pasadas Navidades. La entrada era apoteósica: los feriantes colocaban sus puestos alargados de madera (que no sé por qué la mayoría eran de color verde) y formaban un túnel rodeado de miles de juguetes. A mí me parecía todo gigantesco y las filas que formaban las casetas de feria interminables. La cabeza chocaba con balones de reglamento con olor a nuevo y con cartucheras, pistolas plateadas y estrellas de sheriff, igual igual que las de «Bonanza»; el cuerpo tenía que esquivar inmensos camiones, grúas de juguete y muñecas casi de nuestro tamaño.
La parada obligatoria en la feria era para ver, asomándonos de puntillas, la zona de artículos de broma: dentaduras de drácula; arañas y tarántulas que parecían reales; deposiciones humanas que eran más reales todavía; bombas que explotaban en el suelo, que llamábamos tomates por su color rojo; bombas fétidas; tinta que manchaba pero que después se borraba; víboras que parecían a punto de morderte (casi mato a mi hermana de un susto cuando le puse una dentro de la cama)…, y todo rodeado por caretas de demonios con cuernos de todos los colores.
Una provisión de tomates y bombas fétidas ya se almacenaban en nuestros bolsillos que, con el peso, asomaban por el camal del pantalón corto. Venían después los puestos de turrón y puros de caramelo de todos los colores y todos los tamaños. Puro negro o puro rojo en la boca, y seguíamos caminando impacientes por llegar a la verdadera emoción del día.
El tiovivo y sus caballos galopantes ya era en aquel momento una reminiscencia del pasado infantil, y los coches de choque todavía los veíamos como una emoción del futuro juvenil, aunque el deseo prohibido de conducir uno de ellos era superior al miedo que sentíamos. Entre estas dos atracciones, que eran como el principio y el final de la vida, nos quedaba mucho recorrido: la montaña rusa (al estilo español) que te subía el estómago a la garganta y cuya principal diversión era pegar puñetazos a un gran balón que colgada del techo; el tiovivo con columpios de cadenas que terminaba de marearte del todo; y el tren de la bruja. Un día descubrimos que la bruja de la escoba era en realidad Antonio «el feo», un simpático vecino de Novelda que hacía horas extras, camuflado (eso creía él) en sus inconfundibles gafas de culo de vaso y un pañuelo negro en la cabeza como el de mi abuela. Antonio se dedicaba con pasión desbordada a dar escobazos a diestro y siniestro. Y si lograbas cogerle la escoba tenías un viaje gratis…, aunque de viaje gratis nada, pues el pago era una verdadera montaña de escobazos cuando se la devolvías.
Entre vagones y gritos entusiastas de los animadores de las tómbolas, las miradas, sin quererlo apenas, volvían una y otra vez a ese rectángulo mágico, donde los coches se movían nerviosos y hacían saltar las chispas del electrificado techo. Era un lugar todavía inalcanzable para nosotros: «Prohibido a menores de 14 años», decía un cartel bien grande. En los bancos metálicos que rodeaban la pista contemplábamos el espectáculo. Había de todo: pilotos peligrosos en solitario que chocaban con fuerza y con rabia su coche contra otros ocupados por chicas que reían sin parar, y que parecían dispuestas a dejarse chocar y querer; parejas que parecían viajar ajenos a todo lo que les rodeaba, una mano al volante y la otra explorando a la chica a modo de disimulada protección; padres con hijos pequeños que recibían el bautismo de choques con esas caras que se quedan en la frontera de la risa y el llanto; adultos que ni siquiera parecían disfrutar de la atracción, y que quizá lo hacían para aferrarse a una infancia que ya les quedaba lejos. Un festival de emociones, mezcla de pasiones nerviosas, peleas de gallos y miedos infantiles. Todo ello agitado y excitado con la música atronadora de la canción de moda que se repetía una y otra vez. Una potente bocina, capaz de superar el escándalo reinante, anunciaba el final del viaje, los coches agonizaban con una última inercia, desequilibrando a los pilotos que, ya de pie, se disponían a alimentar de nuevo con las fichas a los hambrientos bólidos.
Absortos a esta vorágine, anochecía sin remedio. El sol, escondido detrás de la Mola, realzaba todo el escenario del Castillo, y esa visión tan familiar nos volvía a la realidad.
En retirada, volvíamos a pasar por esos túneles mágicos de la feria con miradas de nostálgico adiós, tan distintas al eufórico recibimiento de antes. Nos despedía la alborotada tómbola y su alfombra de boletos sin premio… Esperanzas por los suelos, que pronto se olvidaban con la excitante apertura de un nuevo montón de boletos. ¡Hagan juego, señores! ¡No va más! Al más puro estilo Las Vegas.
Sin darnos cuenta, todo quedaba atrás. El olor otra vez a rambla rompía el aroma de la feria garrapiñada, el silencio del río se imponía al ruido del barrio en fiestas. Ya no estábamos para tirar cohetes, ni piedras. Las luces empezaban a alejarse, perdiéndose al anochecer. De tanto en tanto volvíamos la vista, no fuera que todo se tratara de un sueño.
Ya en el pueblo, la noche caía, los ecos de las últimas golondrinas se apagaban, las campanas tocaban a muerto, como muerto estaba el gran viaje del año.
Al doblar la esquina, y perdida la libertad, la persiana entreabierta dejaba ver la cara seria de mi madre, preocupada por la tardanza… Poco duraba: sus brazos acolchados me estrujaban y una lluvia de besos caía sobre mi cabeza; era mi refugio seguro después de la aventura. En ese momento, y ahora, pensaba: prefiero el regazo de mi familia a toda la libertad del mundo.
Puros negros y rojos para todos; bombas fétidas para hacer rabiar a mi abuela; tomates explosivos para pánico de los gatos del barrio; y la serpiente que iba directa a la cama de mi hermana… De fondo, en la radio, un decadente Elvis, caricatura de sí mismo, cantaba desganado: ¡¡Vivaaaa… Las Vegas!!
Prefiero el regazo de mi familia a toda la libertad del mundo.
He vivido casi todo lo que dices de la fiesta de San Pascual en el barrio de la estación, y qué recuerdos amigo Jesus,
Pero la frase: Prefiero el regazo de mi familia a toda la libertad del mundo. esto si que es una verdad, el que no lo lleve a cabo en la vida, no andara muy bién,la familia ante todo,gracias amigo Jesus Navarro Alberola,
Un cordial saludo.José Maria Castelló.
Recuerdo la vivora casposa que me pusiste,creo que todavia te tengo miedo.Molt bo el art fill meu
Muy bueno Jesus, es un paseo por la memoria infantil , todos hemos vivido lo que cuentas.
despues de tanto rollo que nos meten los politicos es muy gratificante leer articulos emotivos como este.
Como siempre, muy bonito el relato. Felicidades
Enhorabuena Jesús, por la hondura y sencillez de lo que dices , por los sentimientos que contagias, y la ternura con la que te expresas…..
Gracias, Jesús, por hacerme volver a la infancia, al recuerdo pasado de carruseles, de aromas de vainilla, de pitidos intensos de trenes fugaces… En tu texto he podido recuperar mi infancia, los años de niñez correteando por las novelderas calles de todos los barrios, he recuperado la esencia de la Estación. Gracias de nuevo.
Con tu vibrante artículo, Jesús, repleto de luz, sabores, sonidos, coloridos y sensaciones, has logrado que recupere la capacidad de asombro, algo que no deberíamos perder nunca, pero que es una de las concesiones a las que renunciamos, ineludiblemente, a cambio de una mustia y circunspecta madurez, cargada de responsabilidades.
Sorprenderse es una experiencia maravillosa, y tus palabras han activado mis cinco sentidos, regocijándome con el entusiasmo juvenil e infantil.
La estación fue y es, para muchos de nosotros, el primer paso hacia la emancipación. Queda mitificado en nuestra mente y en nuestro corazón, un barrio con encanto, que abre paso al verano y a las inminentes vacaciones escolares, lo cual, sumado al alborozo de la fiesta, provoca en los infantes y no tan infantes, una excitación, que al recordarla con nostalgia, todavía tiene la fuerza suficiente para resurgir.
Gracias por despertar el niño que todos llevamos dentro.
Este año está recorriendo mi hijo esos mismos pasos independientes por primera vez. El viernes vi muchas cuadrillitas de jovenzuelos y no pude evitar acordarme de este artículo. ¡Que recuerdos! Allí, en la estación, en una de esas primeras veces, subí por primera y última vez en mi vida a la noria. Que vomitera. Jamás he vuelto a subir a una atracción que diera vueltas. Uno que aprende rápido.
esperamos mas de estos….no te canses, lo mas sencillo contado asi, parece el descubrimiento de america, animo !!!!