Art. de Claudio Rizo Aldeguer para Betania 2010

«ES 20 DE JULIO…»

Noto el calor de julio rozarme las mejillas. Se despereza el verano, con sus primeros rigores, y presiento que una multitud de hermanos ya me espera a las afueras del Santuario para hablarme de sus cosas. El murmullo exterior acude a mis oídos, como olas intermitentes de una playa, y un febril pálpito de emoción se apodera de mi cuerpo alertándome de que el Día ha llegado. Es 20 de julio. Madrugaré, acicalaré mi cuerpo –siempre fui algo coqueta y… resultona- y os abriré las puertas de mi Casa, para que el aire de la vida y la alegría del reencuentro inunde todas sus estancias…

Ya veo las primeras caras sonrientes, familias al completo que vienen para acompañarme en romería al pueblo como cada año. Os veo con cierta inquietud colocarme sobre las andas y emprender juntos el camino. El sol también se cuela, invitado eterno, con su luz templada de media tarde, mientras descendemos. Hacemos un descanso: estamos en la Casa Lino y me giráis 180 grados para contemplar, en una suerte de tiempo suspendido, la grandeza del Santuario donde habito. ¡Viva la Santa! ¡Viva Santamaría Magdalena! ¡Vivaaaaa!… Eleváis entonces mi nombre a los cielos en gestos agradecidos; aunque yo también, hacia mis adentros, sin que apenas lo notéis, susurro vuestros nombres y recupero para mí los dolores y las bendiciones que durante los años me habéis ido narrando. Serpenteamos el descenso y descansamos las piernas en una amable casa de campo donde se apacigua el calor mediante el ofrecimiento de sangría a los romeros, y en el primer Molino, también parada habitual, mientras escuchamos pugnar en los cielos el sonido de los cohetes y de las tracas, o disfrutamos del lanzamiento jubiloso de globos con que alguna huerta nos recibe a nuestro paso. Ya en el Paseo de los Molinos, la romería se convierte en Procesión. Un gentío arremolinado me acoge con gentil hospitalidad. Es el momento de colocarme frente al espejo en mi invisible tocador –lo merecéis- y de vestirme para el momento. Refulgentes piedrecitas colgáis sobre mi cuerpo; una nueva Cruz de madera sustituye a la que me acompaña durante el invierno; me colocáis una corona con el escudo del pueblo encastrado en su frontal, y hasta la Vara de Mando, que simboliza el ordenamiento del engranaje social, forma parte inseparable de mi nuevo traje de Fiesta. Sobre unas lustrosas andas ya temblequea mi figura pendida de los hombros del Patronato, precedida de las Bellezas del pueblo junto a sus Damas de Honor, y escoltada por las autoridades civiles, eclesiásticas y de orden público. Pero a mis lados escucho a la gente lamentar un tiempo actual de desgarro económico y azotes varios, y lloro…; hijos que están viendo perder propiedades y futuros, o que terribles enfermedades acuden a sus vigilias como pesadillas insistentes, cada noche. Entonces noto sus manos rozar fervorosamente mi cuerpo en busca de esperanza, o los veo casi macilentos, acompañándome con sus pies desnudos sobre un suelo inhóspito, expresando promesas redentoras o agradecimientos sinceros.

La nostálgica calle Mayor –trecho antiguo y hermoso- me permite bordear el ayuntamiento, mientras contemplo la imagen remozada, como de postal, de la Plaza Vieja a la que tanto amo. En su centro se yergue la institución de los Mares: nuestro Jorge Juan, con quien, por medio de un lenguaje puramente celestial, nos mandamos un saludo de complicidad y bienvenida. Me encuentro ya frente a la entrada de la Iglesia de San Pedro, la más antigua de la villa, con cuyo honorable Patrón –que también lo fue de vosotros- me dispongo a su reencuentro con toda la reverencia que me cabe. Hacemos un alto, poco antes de la entrada a la Iglesia, y emerge de su interior el sutil sonido de un órgano que encapsula y atrapa el ambiente en un todo mágico. Un sonido al que le acompaña los gestos complacidos y entregados de mis hermanos. De entre la multitud que me rodeáis, de entre la gente que me mira y me aclama, surgen, a golpes discontinuos de gran emoción, de nuevo las sílabas que entrelazan mi nombre suspendido sobre la indescriptible magia de mi Himno: ¡Viva Santamaría Magdalena! ¡Vivaaaaaaaaa! ¡Viva la Santa! ¡Vivaaaaaaaaa!

Me conducen por el pasillo central de una iglesia cuyos bancos y paredes diría que han desaparecido ante tanta concurrencia. Espontáneamente se forma a mi paso unos cánticos y unos aplausos que me ensordecen, que estremecen cada rinconcito de mi cuerpo; hasta el calor pegajoso de julio que allí se forma, parece desvanecerse ante la fiebre de amor que me llega. En el Altar Mayor, con cuidado milimétrico, me giran y dejan mi mirada, por fin, enfocada a la vuestra. De frente, sin barreras, cara a cara, piel a piel, os vuelvo a encontrar, a cada uno, madres, padres, niños, abuelas… en la ofrenda de un tributo eterno que no merezco. Y os sigo enviando mensajes de esperanza y fe desde el Altar, por medio de ese lenguaje que sólo el alma percibe, un alma limpia y creyente, pues sólo esa es capaz de escuchar mis palabras… Alrededor de la media noche, se dibuja en el cielo un lienzo de luz, color y sonido. Es la Alborada, que como el postre de una cena que nunca olvida la memoria, os invita a salir a las calles del pueblo para encontraros en bares y comparsas con la fiesta civil que tan respetuosamente convive con la religiosa. Mientras la noche, regocijada en su logro, va adueñándose de nuestras vidas…

Aquí, en la parroquia de San Pedro, permanezco unos días; siempre pocos. Es 22 de julio. Salgo fuera, de nuevo sobre mis andas y con mi gente cobijándome, por unas calles que he visto nacer y desarrollarse, y que cada año siguen sorprendiéndome como si se tratara de un amigo al que de tanto en tanto ves. Mi espíritu abandona por un instante mi cuerpo en ese desfilar, se eleva, y se marcha, sin pedir permiso, por las amplitudes de María Cristina, curioseando en sus avenidas de ciudad; por el corazón de Emilio Castelar, agradecido para el viandante aunque algo enojoso para el conductor; por las placetas que se acomodan en cada barrio, o por la Glorieta, que tan altiva camina con su traje de moderna.

Es como un tiempo de vacaciones del que dispones, para recuperar lo tuyo, pero del que ya ves, cuando mejor te sientes, que sus minutos terminan…

El primer lunes de agosto ya escucho, antes que al gallo, el ronroneo de mi familia que se dispone a devolverme al Santuario. Desde las cinco y media de la mañana habéis madrugado para orarme. Sobre mis andas, ya hecha la muda para mi Casa de invierno, me despido de San Pedro, por un año. Menos mal que la distancia no interfiere en los sentimientos ni en las querencias, pienso. Pero salgo feliz… Se vuelve a formar una nube humana allá por donde voy, ofreciéndoos sin desmayo para llevarme sobre vuestros hombros y acercándoos para saludarme, tocando mis pies y mi cuerpo. Bien de mañana, el cielo llora Aleluyas con poemas y frases nacidas del sentimiento frente a la carismática papelería “El Roget”. Me lleváis en volandas hacia San Roque. Un poco antes, me sobrecojo ante la suelta de unas palomas que nos indican en su trayectoria el anuncio de que vendrá un «tiempo mejor». De que confiéis. Fuertes y sanas, también me señalan en su ascenso que se aproxima el momento de mi partida. Entonces, en Cardenal Cisneros vuelve a desprenderse de mis ojos una lágrima invisible, una lágrima que, aunque no la veáis, simboliza mi gratitud y mi afecto. Miro por última vez al pueblo, mi villa, mi querida Novelda, y antes de que os percatéis de mi dolor, continúo en la mañana de agosto hacia el Santuario, convencida de que pronto estaré de vuelta… Una breve parada en la Casa de los Pinos sirve de recuperación de ánimos y de fuerzas, y es cuando a paso ligero ya me conducís, bien pertrechados de bocadillos de tortilla de patatas y coca-cola, hacia vuestro Castillo de sueños y luchas…

De nuevo estoy aquí, también es mi Casa, en el Santuario de Novelda. Recuerdo, ya en soledad, hace 5 o 6 décadas, a familias enteras que llegaban a este frontispicio para pasar dos noches seguidas en lo que se conocía como una cambra, dejando descansar sus cuerpos sobre ajados jergones. No les empujaba otro deseo que el de hacerse en el Santuario, a las 12 de la noche, con el número que les aproximaría a mi figura en la procesión de descenso al pueblo al día siguiente. Qué familias…
Los cuadros que visten mi Casa me arropan y me transmiten seguridad, como vuestras visitas cada veintidós de mes, tan esperadas siempre. En esos lienzos veo cómo por primera vez escuché a Jesús; de qué manera resucitó a Lázaro; de la forma en que le lavé los pies con perfume y se los sequé con mis largos cabellos; cómo comprobé que Nuestro Señor resucitó, tras acudir a su sepulcro vacío; o incluso cuando le oré por mis pecados durante 7 años, con una calavera sobre mi mano que representaba mi destino, mientras un ángel, como vosotros, suspendido en el espacio, se empeñaba en ofrecerme frutas como alimento. Y donde habrá un órgano de Piedra, en breve, majestuoso y único, incalculablemente grande, cuyos sonidos se esparcirán por todos los rincones de este mundo. Para recordar que julio, queridos hermanos, amado San Pedro…, siempre llega.

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1 COMENTARIO

  1. Precioso texto, muy emotivo, lo viví como lo cuentas. la Santa es muy especial y te agradezco mucho que hayas escrito tal como se vive. y en el Betania queda ¡GENIAL!

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