Artículo de opinión de Manuel Torregrosa Valero, abogado
En el último artículo sobre esta temática citábamos libros que merecen ser conocidos por los lectores, escritos por quienes fueron protagonistas de los hechos, y, como en el caso de don Manuel Azaña, cronista de los mismos. Ésta, como se sabe, fue sucesivamente entre 1931 y 1939, ministro de la Guerra, jefe del Gobierno, miembro de la oposición y jefe del Estado, y refleja en su Diario la vida de la República, desde su advenimiento hasta su trágico fin. Era, con mucho, la figura de más altura intelectural y la personalidad más genuina. Prácticamente desconocido al comienzo, bastó su primera intervención como diputado en las primeras Cortes del nuevo Régimen, para que todos, propios y extraños, le señalaran como “el hombre de la República”. Sus extensas Memorias, de aquellos años, fueron escritas día a día. En un país donde todos estaban prontos a tomar la espada, y casi ninguna a coger la pluma, la obra de Azaña, por ese solo hecho, al margen del juicio que pueda merecer como político, es acreedora del reconocimiento de todos, máxime de los estudiosos de aquellos años, que, con la continua erosión de la situación tan “hossanada” en un principio, acabará con tintes de tragedia griega.
Y en cuanto a Julián Zugazagoitia Mendieta, bilbaíno, de la línea prietista, diputado, ministro de la Gobernación (en el gabinete Negrín, 1937-1938), cuando el Gobierno se evadió de la capital y se instaló en Valencia, director de “El Socialista”, periodista honesto enemigo de la violencias, autor de “Guerra y vicisitudes de los españoles”, es también un testigo de primera mano de muchos de los acontecimientos de aquellos momentos. Sobre la estancia valenciana del Gobierno, hay que recomendar el libro: “Cuando Valencia fue capital de España”, del ilustre abogado Francisco Pérez Verdú, prólogo de José Prat, y Emiliano Vallejo, farmacéutico) editado por la Generalitat Valenciana, Conselleria de Cultura, 1993.
Decíamos, la vez pasada, que para ambos bandos contendientes no había más que una nación: España. Y, efectivamente, Azaña, Negrín, Indalecio Prieto y demás líderes republicanos, no pudieron ser más elocuentes, lo mismo que su abominación de los nacionalismos, que, dicho sea de paso, prestaron un flaco servicio a los fines republicanos. La insolidaridad de vascos y catalanes es algo recurrente en don Manuel Azaña: “Los nacionalistas no se baten por la causa de la República, ni por la causa de España, a la que aborrecen” (Tomo IV, “Memorias políticas y de guerra”, página 58). Y a propósito de recibir una carta de Companys, que siente lastimado los sentimientos catalanes por haber recuperado el Gobierno, o rescatado los servicios de orden público, etc: “Que Companys finaja escandalizarse, como campeón de Derecho, después de cuanto ha sucedido en Cataluña, bajo su mando personal, es de un cinismo insufrible… Lo mejor de los políticos catalanes es no tratarlos” (Ob. Citada, pág 283).
Los incordios nacionalistas debieron llegar a tal extremo, que hay situaciones que si no se leen, no se creen. A este propósito, Julián Zugazagoitia, en su citada obra, y a raíz del inicio de la batalla del Ebro, que sorprendió a las fuerzas franquistas, y fue ideación del jefe del Gobierno, don Juan Negrín, como iniciador, y don Vicente Rojo, como realizador, dice así: “A la victoria del primer día se mezcla un pequeño disgusto político. El recrudecimiento nacionalista que se observa en las actividades de la Generalidad”. Y el presidente dice al Subsecretario de Gobernación (era Méndez Aspe): “No estoy haciendo la guerra contra Franco para que nos retoñe en Barcelona un separatismo estúpido y pueblerino. De ninguna manera. Estoy haciendo la guerra por España y para España. Por su grandeza y para su grandeza. Se equivocan los que otra cosa supongan. No hay más que una nación: ¡España! No se puede consentir esta sorda y persistente campaña separatista… Nadie se interesa tanto como yo por las peculiaridades de su tierra nativa. Amo entrañablemente todas las que se refieren a Canarias y no desprecio, sino que exalto las que poseen otras regiones, pero por encima de todas esas peculiaridades, España”. A una respuesta de Méndez, insiste: “Antes de consentir campañas nacionalistas que nos lleven a desmembraciones, que de ningún modo admito, cedería el paso a Franco, sin otra condición que la de que se desprendiese de alemanes e italianos. En punto a la integridad de España, soy irreductible y la defenderé de los de afuera y de los de adentro. Mi posición es absoluta y no consiente disminución”.
En principio, pudiera parecer, tal vez, un exceso narrativo de Zugazaoitia, máxime siendo el presidente del Gobierno, Negrín, el que lo afirma con tal énfasis, sabiendo –los que contamos años y hemos conocido, aunque mozalbetes, la guerra civil- cómo Negrín impuso la resistencia a ultranza, en todos los órdenes, en medio de un hambruna general (las famosas “lentejas” y el “pan de serrín”, de Negrín). Por eso llama mucho más la atención la actitud del jefe socialista. Sin embargo, no hay exageración, pues lo que cuenta Zugazagoitia, lo recoge también don Manuel Azaña, en sus “Memorias”, ya citadas, página 285. Y repito: si no se lee no se cree.