Historias del coronavirus (I)

Artículo de opinión de Francisco Penalva Aracil

El pasado mes de abril tan siniestro, la enfermedad y la muerte acechaban por las esquinas. Tomas era uno más en el pueblo que sufría esta extraña y macabra situación que estábamos viviendo; Confinados en nuestras casas sin poder salir, solo para lo imprescindible. Escuchando y viendo noticias constantes, muchas de ellas repetidas machaconamente, de contagios y muertes en el país por culpa de la covid de los cojones como decía él. Oficialmente el covid-19, un desconocido e invasor virus, que se extiende por todo el mundo, y que venía de China, como casi todo.

El la llamaba la covid con familiaridad, como si hablara de la María, una buena mujer a la que conocía de toda la vida, -no siendo consciente de la diferencia entre una cosa y otra-. Una pandemia que le estaba fastidiando la vida a él, y a todos sus paisanos que estaban encerrados con miedo, y muchos de ellos  asomándose por la ventana sin abrirla, por si entraba en su casa como un ladrón de la salud.

Harto de esta situación que le producía entre otras cosas claustrofobia y mala leche, decidió salir a la calle. No había nadie, solo un inquietante silencio que le rodeaba le caía encima, sintiendo una sensación de tristeza y desolación. Ver el pueblo así, era quizá peor que estar dentro de tu casa. La Glorieta, estaba sin gente, y al ver los bancos vacíos recordó los buenos momentos relajados, a veces divertidos, que se sentaba allí con su amigo Alberto y algún otro, a hablar de sus cosas y practicar aquello tan nuestro de: “ Tan recordes de cuam…, “. Y los columpios de los niños cerrados con cintas de la policía local puestas al revés, seria por los nervios.

Hasta que una noche ya desesperado, se le ocurrió irse con su viejo coche a la montaña del Cid. Allí estuvo hasta la madrugada. Encontrado esa soledad deseada serena, casi feliz, que no tenía en el pueblo.

En aquel lugar tan noveldero, las noches estaban perfumadas por el aroma de las matas de tomillo y romero. Eran tranquilas, profundas, solo alteradas por algún animal de monte que salía de su madriguera para recorrer los tiernos arbustos en busca de comida. O los ladridos de los perros.

Observando la luna las estrellas, y las luces de los pueblos del Valle del Vinalopó parpadeando en la lejanía, reflexionaba sobre lo que estarían haciendo en aquellos momentos sus habitantes. Dormir, no creo, la preocupación de la mayoría de ellos de no caer enfermos por el coronavirus, se lo impediría.

Esta buena costumbre de subir al Cid de noche la practico todos los jueves. Era su forma de escaparse liberarse, en cierto modo de volver a vivir en libertad la naturaleza. Uno de esos días ya amaneciendo, lo vio un guardia rural, que se le acerco sorprendido al verlo, guardando las distancias le dijo que allí no se podía estar, pues como debía de saber estaba prohibido salir de casa, y que se pusiera la mascarilla. Al decirle lo de la mascarilla Tomas no pudo evitar una sonora carcajada, que hizo despertarse y echar a volar a los pájaros que dormían alrededor. El guardia al principio lo miro serio, pero al instante se puso a reír también, consciente de la fardacha o tontería que es lo mismo, que acababa de decir. Ponerse una mascarilla estando solo en la montaña.            

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