La partera (IV)

Artículo de opinión de José Fernando Martínez, «Charly».

La Verónica

Era un tórrido 24 de julio manchego. La Partera venía de llevarle una cesta con comida a una joven que no paraba de tener hijos y apenas tenía para comer. Por la mañana la había abordado por la calle un niño desaliñado que le repetía con impaciencia, al tiempo que le tiraba de la mano, que su madre estaba pariendo. Siempre llevaba las tijeras de cortar cordones umbilicales atadas al cinto porque muchas veces era así. El caciquismo del pueblo tenía a la población en el límite de la pobreza. La mayoría de las veces no sólo no cobraba por asistir los partos, sino que además les mandaba comida. 

Como ya te conté, con el paso de los años había formado una biblioteca de temas de medicina y humanidades, que junto con la Enciclopedia Espasa Calpe formaban un conjunto envolvente y acogedor en su despacho. Había leído a Marx y le pareció que era una especie de cristianismo moderno, por lo que acabó militando en el partido comunista. En su casa, entrando a mano derecha, tenía una Verónica de Salzillo, que había comprado con su dinero en 1917 por desavenencias con la cofradía que procesionaba todos los años. Al tenerla en su propia casa le rezaba todos los días. También le compró un manto de terciopelo verde, bordado con dorados, que todavía luce la Verónica que se repuso después de la Guerra.  Su amigo el farmacéutico, don Alberto Fernández Langa, solía decir de ella que era atea por la gracia de Dios. Casi nada en ella podía obedecer a la lógica o al sentido común, a excepción de la paradoja. 

Así se mantuvo su extraño equilibrio entre comunismo y cristianismo hasta que aquel día que venía de atender a aquella pobre, vio una gran humareda oscura que provenía de la zona donde tenía su casa. Aceleró el paso y cuando llegó a su calle vio la imagen dantesca de una montaña de libros sobre los que ardía su Verónica ennegrecida y desconchada. Los de su propio partido habían vaciado su biblioteca para prender fuego a su queridísima Verónica.  

La indignación, la ira, la rabia la atraparon de tal manera que entró veloz como un rayo escapado del infierno, para coger la escopeta que guardaba su hijo, mi abuelo, y empezó a disparar a todos los que por allí estaban disfrutando del espectáculo, hasta que la desarmaron entre varios “valientes”. Por suerte para algunos, estaba descargada. Nadie la denunció ya que fue motivo de fiesta y risa ver a aquella señora de casi 70 años gritar de rabia, maldecir como un carretero y disparar sin cartuchos. 

Uno de los que sonreía, mientras veía cómo se quemaba la imagen y los libros entre los que se encontraban las obras completas de Carl Marx, era el infame Cojo de Tecún, presidente de la Junta de Desafectados y cabo de la DECA, convertido en asesino desde el comienzo de la Guerra Civil, personaje del que en otro episodio tendré que dar más detalles para que se entienda esta historia.  

Este hecho fue el comienzo de lo que, junto a otros que contaré más adelante, provocaron que decidiera divorciarse del ser humano. Borró y quemó cualquier cosa que pudiera quedar en este mundo que la recordara; y especificó en su testamento que la enterraran lejos del cementerio, en algún lugar donde nadie la encontrara. No quería estar junto con el resto de humanos. Lo único que he podido conseguir de ella es su expediente académico de la Universidad de Valencia, que por suerte tiene un buen archivo al que acudir y que presta ese servicio.

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