JUEGO DE PA TRONOS

Artículo de opinión de Vicente Manuel Botella

Como parece que les veo un tanto relajados y autocomplacidos de más, he pensado contarles un cuento breve, aunque ciertamente inquietante.

Érase una vez un árido e indómito reino anclado en el poniente mediterráneo, frente a cuyas crestas espumeantes, el Dios Mar, cada amanecer, estallaba sin éxito su razón. Era este país gobernado con espíritu inquebrantable por el rey Pedro I, llamado por  sus súbditos El Bello, cuya dinastía rendía vasallaje y seculares débitos al Sacro Imperio Globalista-Germánico.

Dado que la autoridad del monarca se tornaba, de facto, muy limitada, eran sus 17 señores locales, una descastada jauría de duques, condes, marqueses y algún que otro baronzucho, quienes ejercían el poder en cada uno de sus territorios, entregados antaño como  feudos por la corona a cambio de lealtad, bajo juramento de fidelidad y compromiso bélico así pintaran bastos.

En la vastedad de sus extensiones, era cada señor local, animado por una caprichosa y degenerada corte palaciega de bufones y rameras quien, a través de sus dos brazos ejecutores: jurídicos y militares, acaparaba las funciones propias del Estado, tales como legislar, cobrar impuestos y peajes, administrar justicia e impartir castigos. Además, una caterva de esbirros, jueces, alguaciles y soldados sobrevolaban los feudos y danzaban sumisamente al son de la voz de su amo. Una voz que se repetía diariamente al entrar en escuelas e iglesias, una voz que memorizaban las piedras de nobles curias, lonjas, concejos, palacios y audiencias. Un eco celestial e inextinguible.

Como era de ley divina, la postrera pretensión de los señores locales era el dejar en herencia a sus descendientes y pares en linaje y cargo sus títulos y las tierras que administraban. Empero mientras fueran o no emplazados para la tal fatal cita, disfrutaban aquí en vida del servilismo y la atención devota de la pequeña nobleza y el bajo clero, representados por la juglaresca intelectualoide de medios oficiales de propaganda-comunicación de un lado, y por los sacerdotes, abades y obispos de la nueva y única santa Congregación para la Doctrina de la Fe Racionalista del otro, cuyo inapelable impulso sinérgico ofrecía una sólida y necesaria legitimidad ideológica y moral a toda la estructura jerárquica-social y cuya herramienta operante era encomendada al Tribunal del Santo Oficio de la Corrección Democrática, que acallaba a golpe de martillo cualquier connato de rebeldía, insurgencia, heretismo y veleidad heterodoxa.

Desde su lejano e inaccesible trono, Pedro el Bello, cansado de batallar en lejanas tierras, ahíto de glorias e impuestos, se holgaba y placía frívolamente en la contemplación del espectáculo territorial.

No sorprenderá imaginar que los feudos del reino estaban habitados por aldeanos, que no tenían ningún privilegio y sí muchas obligaciones, cuyos destinos eran pasar a ser siervos del señor de la tierra, al que debían prestaciones de trabajo y la entrega de una parte de la cosecha a cambio de protección. Todos repetían que sus ancestros habían firmado con sangre y sudor aquellos valiosos contratos de vasallaje y servidumbre que era preciso cumplir y que los vincularían ad eternum, aunque ninguno recordaba muy bien el porqué. Nadie se atrevía a imaginar otra forma de vida mejor y así asumían que sus hijos nacerían y morirían de esa guisa.

Fue durante aquella era oscura, cuando el estamento privilegiado contuvo con mano de hierro y redirigió los destinos y aspiraciones del pueblo llano, guardándolo celosamente de la maligna influencia de aires ponzoñosos, infieles y paganos y protegiéndolo del ataque letal de los sanguinarios dragones escarlata, llegados del más lejano oriente, para lo que era muy de costumbre la proclama de urgentes bandos de contenido doctrinal que eran claveteados en fachadas de tabernas y burdeles así como la publicación de fulminantes edictos que decretaban reclusión domiciliaria anticipando los ataques aéreos de los escurridizos e incendiarios dragones. De tal forma que, sin comprender bien la razón, las familias debían cerrar tiendas y negocios y correr  como alma que lleva el diablo para resguardarse en casa a toque de Vísperas, en otras ocasiones tras las Completas, en otras antes de la medianoche… o incluso por indefinidos periodos de tiempo. Aquellos desgraciados que se resistían o dudaban de la oportunidad de aquellas medidas eran obligados a pasear su infamia y vestir, a modo de escapulario, un saco de rígida lana con una gran aspa roja cruzada en pintura, que los marcaba e identificaba.

Pasaban las estaciones, los años y la amenaza de los dragones nunca llegaba a desaparecer del todo. Curiosamente, si bien nadie había logrado ver ni a uno solo de aquellos monstruosos saurios, pocos vecinos dudaban aún de la necesidad de rendir a toda costa sus libertades y devolver, como monedas gastadas, sus escasos derechos civiles a cambio de la seguridad, la paz y la aceptación social. Nadie podía soportar ser objeto de escarnio público ni de las vejatorias reprimendas oficiales.

Para aquel momento, el estamento privilegiado, el poderoso e inmisericorde ejecutivo que dominaba la cumbre de la pirámide social, se había transformado en un omnímodo organismo de podredumbre, extendiendo una red kilométrica de viscosas hifas subterráneas que aprisionaban y descomponían el tejido vivo y muerto del reino. Un gigantesco, informe y voraz hongo grisáceo que invadía y fagocitaba a su paso todo tipo de materia orgánica, corrompiendo y suplantando cualquier vestigio de individualidad, dignidad y humanidad.

Y así pintaba la cosa…hasta que

ESCENA FINAL. (Puesta de sol. Arrabales de un villorio)

Un puñado de harapientos campesinos se reúne clandestinamente al abrigo de un viejo granero. Forman un círculo, arrancan de sus rostros las caretas de esclavos, lanzan al suelo y pisotean las narizotas de payaso, se miran a los ojos, unos ojos huecos y gastados llenos de urgencia y de rabia, vacían sus mentes de prejuicios y sus bolsillos de miedo, recuerdan en voz alta sus verdaderos nombres y se conjuran para aplicar, de una vez por todas, drásticas medidas antifúngicas.

Y… colorín, colorado, este cuento aún no ha acabado.

NOTA HISTÓRICA: Recuerden, amigos, que el feudalismo, como sistema político, económico y social, se resquebrajó en la Europa Occidental durante el final de la Edad Media a consecuencia de diversos cambios sociales, demográficos y económicos que lo hacían caduco e inviable y, especialmente, tras el azote de la plaga de peste bubónica que, esa sí, diezmó en apenas una década campos y ciudades (se calcula que falleció aproximadamente 1/3 de la población) ¡Qué curioso!

Así que, nobles privilegiados, cuando las barbas de vuestros antecesores veáis cortar, poned las vuestras, luengas y consentidas, a remojar.

V

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