Guerra y Paz en la Constitución de 1978

Tribuna de opinión de Manolo González Navarro

Decía el Papa Juan XXIII que la Justicia se defiende con la razón y no con las armas. No se pierde nada con la paz y puede perderse todo con la guerra.

Parece que no aprendemos nada de la Historia. Nuevamente, el poderoso de turno (en esta ocasión Mr. Putin) invoca el concepto de “guerra preventiva” en el ámbito del derecho internacional para justificar una agresión unilateral sobre la integridad territorial de un país soberano, actuación que carece de cualquier amparo jurídico y moral, y que ha supuesto un conflicto de proporciones bélicas y económicas impredecible para todos en las puertas de Europa.

No existe causa belli en la guerra Rusia-Ucrania. Parece que no es más que una flagrante violación de los principios de no intervención, inviolabilidad de las fronteras y no agresión entre Estados. De ahí el repudio de los países democráticos a la invasión, la solidaridad con las víctimas y los refugiados, el rechazo al abuso de los regímenes autoritarios o la identificación de la opinión pública internacional con los horrores de la guerra , la ruina o las incertidumbres económicas que nos acechan a todos.

España es un Estado de Derecho, y debe ser un país comprometido con la paz y la legalidad internacional. Por ello, resulta interesante estudiar que previsión constitucional existe sobre el fenómeno de la guerra y la paz en nuestra Carta Magna.

Empecemos por el principio. El fenómeno de la paz y la guerra aflora al constitucionalisno moderno con fuerza tras la II Guerra mundial. Con anterioridad, la Constitución republicana de 1931 ya repudiaba el fenómeno de la guerra de forma explícita como instrumento de política nacional y también lo hacía la japonesa de 1946 y la italiana de 1947.

No lo hace así la vigente Constitución de 1978 , que aunque en su preámbulo mantiene un tono pacifista, mostrando la voluntad de la nación española de “ colaborar en el fortalecimiento de unas relaciones pacíficas y de eficaz cooperación entre todos los pueblos de la Tierra”, si acaba reconociendo el fenómeno de la guerra aunque desde una perspectiva más o menos restrictiva, en línea con lo dispuesto en la Carta de la Naciones Unidas de 1945 y las constituciones occidentales elaboradas tras la II Guerra mundial.

En cuanto a la paz, esta no se encuentra entre los valores superiores del ordenamiento jurídico en su art 1. Su vinculación conceptual en la Constitución aparece más al servicio de los derechos individuales y de la convivencia social,como lo explica el art 30.2 al reconocer el derecho a la objeción de conciencia o el propio art 10.1 cuando establece que la dignidad de la persona o los derechos inviolables que le son inherentes son fundamento de orden político y la paz social.

Sin embargo, la paz constituye por si misma también un principio constitucional a nivel interno que debemos invocar todos, y un valor fundamental que debe proyectarse en las relaciones de cooperación internacional de nuestro país.

De algún modo, podemos calificar nuestra Constitución como pacifista en ese sentido, e interpretar que proscribe la realización de operaciones bélicas de agresión y prioriza en las consecuencias de la guerra la defensa de los derechos humanos en nuestras relaciones internacionales. Solo la legítima defensa ante una agresión externa de otro Estado en los términos del art 51 de la Carta de la ONU legitimaría el uso de la fuerza bajo amparo constitucional. En su art 116 se establece el mecanismo a través del cual actuaría el Estado para legitimar el uso de la fuerza mediante la declaración previa del estado de sitio con la participación del poder legislativo y ejecutivo en la declaración y dirección de un eventual conflicto bélico.

El valor constitucional de la paz es el que también debe presidir la intepretación del art 63,3 que otorga al Rey, previa autorización de las Cortes Generales, declarar la guerra y hacer la paz.

Este precepto, dado las funciones simbolicas que ejerce el monarca en una monarquía parlamentaria, hay que ponerlo en consonancia con el art 97 que otorga al Gobierno la dirección de la política interior y exterior, la administración civil y militar y la defensa del Estado.

El Rey también es el jefe supremo de las Fuerzas Armadas llamadas en su actuación a defender la soberanía e independencia de España, su integridad territorial y el ordenamiento constitucional.

El papel del monarca en las iniciativas de dirección militar debe ser la de formalizar las decisiones del Gobierno ya que sus actos en esta materia han de ser refrendados por el Presidente o la ministra de Defensa. Quienes han querido ver un poder efectivo del monarca en la dirección militar con ocasión del intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 olvidan que en aquellas circunstancias el Gobierno no se encontraba en condiciones de ejercer sus funciones constitucionales y por tanto correspondía al Rey suplir ese mandato.

Cabe concluir que nuestra Carta Magna si ofrece una perspectiva de regulación de la guerra y la paz condicionada al derecho internacional y a las normas propias de una democracia parlamentaria, En ella el poder legislativo es quien autoriza los tratados de carácter militar(art 94.1 b), tiene la competencia exclusiva  de la legislación sobre defensa y Fuerzas Armadas (art 149.4) y garantiza el control de las operaciones militares de nuestros ejércitos (art 8).

Los problemas se plantean en la interpretación del desarrollo normativo de estos preceptos constitucionales a través de la LO 5 /2005 de 17 de noviembre de Defensa Nacional (LODN), la cual delimita las funciones de los distintos òrganos constitucionales en materia de defensa .

En principio, se somete a autorización previa del Congreso de los Diputados “ la participación de las Fuerzas Armadas en misiones fuera del territorio nacional de acuerdo a lo estableciso en dicha ley” ( art 4.2 ). Es decir, las operaciones en el exterior que no estén relacionadas con la defensa de España o el interés nacional. (art 17.1)

Sin embargo, a sensu contrario, la ley otorga a mi juicio una gran margen de actuación al Gobierno y a su Presidente(a quien le corresponde además formular la Directiva nacional de defensa) en cuanto a la autorización de operaciones de las Fuerzas Armadas en el exterior que  si esten  relacionadas  con la  defensa de  España  o del  interés nacional (entendiendo por tal en un sentido amplio, la defensa de intereses políticos, económicos, industriales, comerciales o estratégicos), que no requieren en principio autorización previa del Congreso (art 17), ni están sometidas a las condiciones del art 19 de la ley, entre las cuales se encuentra el cumplimiento de la carta de la ONU, que sus fines sean humanitarios o de mantenimiento y preservación de la paz y ajustados el derecho internacional.

Por lo tanto, la ley si  ampara un cierto  militarismo encubierto y  condiciona posibles misiones futuras que estén relacionadas directamente con la defensa de España o el interés nacional.

En un mundo en el que las guerras ya no se declaran y la economía se convierte en un arma de guerra que nos empobrece a todos, parece obvio defender que sea el Poder Legislativo el que controle al Gobierno y a su Presidente en todas las decisiones relativas a su participación directa e indirecta en un conflicto bélico, salvo autorización previa del Consejo de Seguridad de la ONU o un supuesto de legítima defensa individual amparado por normas internacionales que ya forman parte de nuestro Ordenamiento jurídico interno. Por tanto, el pacifismo relativista orientador de nuestra Constitución queda atenuado en las leyes que lo desarrollan donde se vislumbra esa vieja máxima del mundo romano de

“si quieres la paz prepárate para la guerra”. Ello explicaría muchas de las decisiones tomadas por el Gobierno con ocasión del conflicto Rusia-Ucrania como el envio de apoyo militar de carácter ofensivo o logístico a Ucrania, el despliegue de tropas disuasorias en las fronteras de la OTAN o el incremento presupuestario en materia de defensa.

Sin embargo, debe ser muy dificil mantener un principio de solidez y coherencia gubernamental desde la izquierda política cuando los ministros del gobierno de coalición se pasan el día discutiendo sobre la guerra y la paz, la estrategia de la OTAN o el papel de España en el mundo. Sin duda , la situación actual es compleja y requiere de una mayor comprensión global y un cierto pragmatismo gubernamental porque todos somos víctimas conscientes de las terribles consecuencias económicas de esta guerra.

Mientras el díálogo y la concordia se desvanecen entre los intereses geoestratégicos de las grandes potencias, y afloran con más claridad las de las grandes empresas energéticas, los efectos económicos de la invasión de Ucrania ya la sufrimos los ciudadanos europeos en forma de crecimiento de la inflación, pérdida del poder adquisitivo de los salarios y encarecimiento de combustibles y materias primas, mientras por el horizonte a lo lejos se vislumbra incluso la posibilidad de una fuerte recesión en las economías occidentales.

En cualquier caso, nadie puede sustraerse al juicio ético de los acontecimientos y es legítimo tomar partido por lo que cada uno considere más correcto. Y lo que siempre es correcto es trabajar por la paz, porque la guerra siempre es injusta, innecesaria y absurda al menos para una de las partes beligerantes. La guerra destruye la libertad y por ende la democracia, y ahora hemos  comprendido que también destruye nuestros maltrechos bolsillos.

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