La vida rueda y rueda, como un puñado de barro en el torno del alfarero, vueltas tras vueltas y parece que la rutina se apodera de nuestra vida, como si todos los días fueran igual, dando la impresión de que tanto se le da al torno que no termina de girar, no parece tener ninguna meta. Si por un momento nos parásemos a pensar que realmente cada vuelta, cada día, hora o instante no es el mismo que el anterior, que este rodar cotidiano llevan a hacer de nuestra vida una pieza única e irrepetible, que hermoso es saber que la vida nos lleva a algo hermoso.
Es cierto, que hay ocasiones en las que después de tanta vuelta parece que la arcilla de nuestra vida se endurece, está reseca y a punto de quebrarse. Pero, ante estas sequedades, cuando la vida está sedienta, el alfarero se moja las manos y nos refresca con la cercanía o el consejo amable de alguien que se cruza con nosotros, el tierno abrazo de quien nos quiere, que sin saberlo se convierten para nosotros en agua fresca, alivio para nuestras sequedades, gota fresca en nuestra sed.
Otras veces, da la sensación de que la vida nos aprieta, nos pone el cinturón y nos ciñe, nos hace ser conscientes de la importancia de los pequeños detalles, de lo sencillo y lo verdaderamente importante. Esto nos lleva a darnos cuenta de que aquello que parecía apretarnos son los tiernos dedos del alfarero que sirviéndose de las dificultades nos hace crecer, nos hace más bellos y hermosos.
Pero, no todo en la historia del barro van a ser dificultades, pues hay momentos en los que nuestra vida está llena de frescura, es el pincel del artista que pintando adorna nuestra vida con multitud de colores, convirtiendo el barro marrón en una preciosa pieza de museo. Que maravilloso es ver como lo cotidiano se convierte en vida y esperanza, en frescura y alegría.
No caigamos en el fácil pensamiento de pensar que somos barro tirado en un charco fangoso, sino que somos barro en manos del alfarero, del mejor alfarero, estamos en manos de Jesús.