El enorme corazón de un cacharrero

Art. de opinión de Jesús Navarro Alberola

Antes de conocer a Carlos Baño en persona, ya había oído muchas historias. Tenía fama de hombre duro, sin miedo a nada ni a nadie. Lo envolvía una leyenda de guerrero samurái, alguien como curtido en la Edad Media. Una y otra vez, en cada reunión o grupo, me contaban la misma anécdota: hubo gente con poder que querían que se marchara de la Cámara de Comercio y él, de la noche a la mañana, llegó y consiguió el apoyo de miles de comercios. Así es Carlos, me decían. Un dardo que vuelve envenenado a quien lo lanza, alguien que no se arrodilla ante nadie ni ante nada.

Fue la misma persona que se acercó a mí tras una conferencia. Yo había visto a un hombre en primera fila, emocionado, con los ojos vidriosos mientras hablaba de mi padre y de esos recuerdos inolvidables que traspasan cualquier difícil relación entre padre e hijo. Vino luego y se presentó. No me lo podía creer… Estaba ante el temible Carlos Baño; era ese hombre que había roto a llorar de la emoción. ¿Cómo era posible? Y entonces me contó la otra historia, aquella que solo queda en las capas más profundas del alma, lejos de la erosión que los demás nos puedan provocar. Perdió a su padre, Antonio, siendo muy joven, con 22 años, todavía en esa etapa, quizá ya última, en la que aún nos parece Superman. Él y Mari Carmen educaron con seriedad y, al mismo tiempo, inmenso amor a sus tres hijos: Antonio, Carlos y el pequeño Paco. Era la Transición, esa época tan llena de esperanza y libertad. Extrovertido desde niño, líder desde la cuna a pesar de llevar el estigma de los hermanos medianos y con un atractivo personal que ayudaría a forjar esa leyenda que hoy pervive, Carlos estaba predestinado a perpetuar ese prototipo de alicantino pijo que, sin embargo, su padre, siempre vigilante, enderezó a base de constantes retos en el negocio familiar.

Le tocó batallar en las zonas más difíciles y con el desafío de vender menaje de cocina; cacharros, como él dice. En esos comercios de los 80, en pueblos de La Mancha, se sentía como un don Quijote que se enfrenta a los molinos. Pero pronto desarrolló una estrategia: se enteraba de las bodas que se iban a celebrar ese año en cada pueblo y visitaba a la familia de la novia con su muestrario de platos, ollas y cubiertos. Así conseguía pedidos diarios, en lugares remotos. Su padre vio enseguida esa lucha y esas ansias e intuyó el futuro de ese hombre que llevaba su sangre. Murió muy pronto, muy joven, y no vio en lo que se convirtió. Pero estoy seguro de que lo sabe y de que está orgulloso.

Después vendría un segundo padre, Antonio Fernández Valenzuela. La imprenta de Moscú estaba cerca de los almacenes de Carlos y el café diario después de almorzar se alargaba cada día un poco más. Se forjó así una amistad que llenó el hueco del padre ausente. El siguiente paso, natural, fue entrar en la Cámara. Era aún muy joven, pero creció de la mano de los veteranos. Y creció en todo: conoció la vida pública, el mundo del colectivismo. Y ese fue su hábitat y su escuela. Al mismo tiempo, creaba su propio camino con Tescoma. Carlos, Álvaro y Pepa son sus guerreros, envueltos en el amor de Gema, su querida esposa.

Todo ese pasado desemboca ahora en la feria Alicante Gastronómica, que, en pocas ediciones, es ya la más popular de España. Carlos, como su presidente, es el artífice de este éxito espectacular que el pasado fin de semana vivió su edición más popular y con más ganas después de estos dos años de pandemia. Durante ese paréntesis, había dos caminos: o quedarse esperando a que todo escampara, agazapado en la trinchera, o saltar al campo de batalla. Él decidió saltar y ayudar a los que no tienen nada de nada. Formó un equipo y, como solo puede hacerse, dando ejemplo, se puso el primero en la línea de fuego. La transformada Alicante Gastronómica Solidaria ha conseguido cocinar más de 300.000 menús para la gente que vive en la calle. Pero es más: Carlos los reparte en persona la mayoría de las noches. Y como dice: no solo entrega menús, también cariño y amor a personas desamparadas, personas a las que un cacharrero les da las buenas noches siempre con una sonrisa en la cara. Ese guerrero, ese don Quijote de casamenteras manchegas, es ahora un repartidor de amor por las calles de su querida ciudad.

Su padre, lleno de orgullo, ampara desde el más allá su camino. Mari Carmen, su madre, sigue con emoción el trabajo desinteresado del mediano de sus hijos.

«Necesitamos más «Carlos Baño». Aunque, de momento, cuidemos a este»

Me dijeron que tenía mano dura, pero se ve que le pudo su inmenso corazón. Carlos es hoy clave, y lo será aún más, sin duda, en el crecimiento y liderazgo económico y social de Alicante y su provincia.

La mayoría han sucumbido en estos dos años dramáticos a sus poderes: el altruismo, el respeto y el amor a los más desfavorecidos. Esa son hoy sus armas, las armas de un cacharrero cuyo corazón late a trescientos mil menús de solidaridad.

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