Art. de opinión de Claudio Rizo Aldeguer

AMORES QUE MATA LA INFORMÁTICA

Hoy he cogido un boli, ¡y diría que se ha reído de mí! Sí. Puede que por el deseo de hacerme una jugarreta, sin más, o quién sabe si por el ignominioso estado de abandono que ese filamento plastificado pueda estar sintiendo desde que el universal advenimiento de la informática colonizó todos mis hábitos, especialmente los relacionados con las reflexiones varias, con la creatividad. Y no es que no recurra a ellos habitualmente, al bolígrafo, pues en el trabajo los necesito, siquiera para apuntar conceptos y cantidades más o menos sencillas, ideas o flecos imprevistos que no conviene olvidar. Pero hoy, al terminar la jornada, tomé boli y papel con la intención de solventar una duda que me perseguía hacía tiempo, creo que años, y de paso despachar un reto en que me vi enredado recientemente, dicho sea: ¿sería capaz de hilvanar, sin las funciones «cortar», «pegar», «suprimir» y demás recursos facilitadores que nos brinda la electrónica, un par de frases, solo dos, que legitimaran el inicio decente de un relato, un artículo o acaso un pensamiento trivial? ¿Se lo ha preguntado usted alguna vez? La respuesta, pareciéndolo, no es sin embargo tan sencilla.

Cuando estudié Derecho, recuerdo, la pantalla de haces aún no ocupaba pupitre alguno entre los educandos, ni por asomo tampoco en los siempre adelantados vídeos de americanos con que nos acompleja la televisión. De modo que los dedos, al apuntalar la lección, habían de sortear la traba del tiempo y esprintar durante cincuenta minutos como si la duración de la clase representara el final de una carrera, de una vida; colgados agónicamente a las palabras, ideas, aclaraciones y circunloquios no pocas veces tediosos del profesor. Pero había destreza en el manejo, engranaje limpio, fluido, diría que hasta de agradable complicidad entre el boli, normalmente un Bic o un Pilot, y mi mano, y ello a pesar de la ligera molestia que dejaba al final de clase en aquellos dedos míos, otrora deportistas y por descontado menos amorcillados que los actuales. Incluso llegué a considerar la posibilidad de que entre aquel utensilio que escupía tinta a destajo y yo, se diera una suerte de comunicación invisible entre lo divino y lo terrenal, una espacie de amor–odio, dolor–placer, al modo de esas relaciones llamadas ‘tóxicas’ que nunca acabas de estar seguro de si suman o restan, de sin van o vienen, pero que te conducen por la libidinosa y seductora pendiente de la atracción, de la dependencia, del «sin ti no soy nada» apropiado un día por Rubalcaba para rebatir un asunto espinoso en una Sesión de Control . Hasta ese punto.

Pues hablé de este pasado universitario con un amigo, algo mayor que yo, hace un par de semanas. Y me retó, dije, al principio. Afirmó que, infectada como estaba mi mente por cables, luces y «guardar como», hoy sería incapaz de escribir sobre un papel en blanco cinco minutos seguidos con algo de razón y dignidad literarias. Es como cuando al cabo de los años, -me decía-, te cruzas inopinadamente en una esquina con un amigo de fotografía en sepia, con un viejo amor, con quien correteaste la calle de la Infancia en monopatín o con quien planeaste y ejecutaste travesuras en el colegio en esas noches de verano que parecían estar diseñadas para el delito adolescente. Personas con las que fuiste capaz de crear un lenguaje, unos gestos, un mundo especialísimo en rivalidades y coincidencias, en fuegos y calmas, pero que ya ni reconoces, si acaso fugazmente, a la vuelta de esa esquina. Pues la relación con el bolígrafo, como con amigos, amores o costumbres, tiene el mismo código genético, idéntica huella, afirmó: el desuso, seca su tinta. Y Apelmaza tu sangre. De modo que le reté, echándole el guante. Como a la vieja usanza en los duelos de honor irreemplazables.

¡Qué mal apostante siempre fui! Hoy tomaron mis dedos el cuerpo de un desconocido, acaso un fideo, insujetable en su pequeñez. Huraño en sugerencias, inseguro y tembloroso como el mal torero, impreciso como el joyero fracasado. Observé los perfiles de un relato desenfocado y atrapado en un lenguaje extraño, ignoto, desheredado. Y mis dedos se sintieron, por primera vez, tristes, acomplejados, sin musa. Inútiles. Quizás como ese boli con el que me propuse hoy un imposible, subestimando su alma, su duelo por mi abandono. Ni el título acerté a colocar, pobre de mí, en el territorio extranjero de aquella hoja que, malhumorada y con cierto desdén de sorna vengativa, acabó arrugada en el fondo de una papelera… que ya no guardará más secretos escritos de puño y letra.

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