PASOS EN EL OESTE
Era un hombre que se diría nacido para caminar sobre el escenario polvoriento de aquellas secas extensiones, limitadas por un horizonte siempre azul, tendido de inmóviles nubecillas blancas y silueteado por los monolitos de arena erosionados por el agua y el tiempo. Aquella enorme estampa, azul y siena, entre grandes y aislados cactus. El paisaje consabido de los indios de las películas.
Consistía, casi, en un modo de andar. Orladas las caderas por el par de correajes cruzados. Como si lo hubiera aprendido en una escuela de expresión corporal, cosa que le habría parecido una mariconada. Seguro. El cine caminaba con él, en su violento y contenido dinamismo, sobre la rara armonía graciosa y locomotriz de sus piernas algo zambas, rozándose las rodillas, por dentro. Una singularidad que no destruía sino, mas bien, matizaba, la aparatosidad del efecto. Del defecto en la producción del efecto.
Avanzaba balanceando su abundante humanidad de un lado a otro. Nadie ha caminado, en el cine, con los Colt 45 en las caderas y un Winchester 73 en la mano, ligero y horizontal, como la vara de mimbre de nuestros gitanos de la copla, del modo como andaba aquel hombre grande, al que le quedaban chicos los caballos. Aquel rifle que disparaba como un revolver, con una sola mano y sin apoyarlo en el hombro. A la altura de la cintura. Todo resultaba en él, como demasiado fuerte.
La cámara amaba sus andares, filmados desde dentro de la casa del rancho, enmarcado por la puerta, todo oscuridad interior y deslumbrante sol fuera, en esa toma secuencial tan repetida y amada por el reiterativo John Ford, el legendario director del ojo tapado. El que ponía melodías irlandesas a sus epopeyas del Oeste americano. El director para el que, musicalmente, Texas estaba al oeste de Inglaterra y sonaba muy verde.
Aquel hombre, cuya mirada era un par de cuchilladas de acero, que enmarcaban las expresiones de su alma en una brutal ternura, se llamaba John Wayne. De una inexpresividad impresionante. Era alto y ancho. Grande. Una corporeidad muy recia, puesta de pie. Nadie caminará nunca como él, por aquellas llanuras de sangre y pólvora. Como dicen que no marcarán el albero de la Maestranza sevillana andares como los del faraón de Camas, Curro Romero.
No necesitaba ser muy buen actor. Que, probablemente, no lo fue. Lo eran las maneras de su morfología física, en su adaptación a la gesta narrada, de las que parecían enamorarse las cámaras, sobre el fondo de aquellas canciones de la verde y celta Britania no sajona.
Hablo del John Wayne medio y final. Aquel tipo casi fondón, áspero y sentimental, valiente, fuerte y responsable. De aquel hombre tan hombre, pese a su peluquín final. El del sombrero grande y el gran pañuelo rojo al cuello, cayéndole, picudo sobre el enorme pecho. De como andaba. Con él se movía la pradera. Casi siempre tomado de espaldas y alejándose…
Homérico vaquero de olímpicos desiertos y altos desfiladeros, conduciendo ganado entre intuiciones de agua y tabaco masticado. No le iban el pianista ni el saloon, junto al sepulturero y el viejo de la diligencia. Ni el humo, los naipes y la barra por la que se deslizaba, de uno a otro extremo, la botella de whisky. Aquello, aunque a veces fuera brutal, resultaba demasiado doméstico. Su escenario, como héroe, era la intemperie. Con los pies en el suelo o muy cerca de él, cuando cabalgaba. Era épico. Sencillamente épico.
Aquellas grietas metálicas de sus ojos, no expresaban gran cosa, pero atravesaban. Irradiaban energía personal, magnetismo bruto. El Far West es el romancero de los Estados Unidos. Y Wayne, como un Cid con chaleco de cuero, frente a unos moros de cara pintada, que se ponían plumas y cortaban cabelleras.
Vaya señor Galbis, me ha llevado usted al sábado por la tarde a las cuatro de hace muchos años en la uno.
Así, de golpe, incluso un poco más allá. Al kiosco de la parada de taxis donde cambiaban novelitas de Marcial Lafuente Estefanía por dos pesetas u otra novelita. Me preguntaba la señora si es que yo sabía leer cuando le dije que no eran para mi padre, sino para mi. Apenas llegaba de puntillas a verle la cara, pero creo que aun esta la misma señora, y con la misma cara de hace 35 años, no ha envejecido, o es que al hacerlo juntos no se aprecia igual.
No llegue a ver sus películas en el cine, pero he visto muchas, cuando solo habían dos canales, y las repetían una y otra vez. Ahora las “echan” en la 9 por las tardes, se ve que el presupuesto es el mismo que en aquel entonces. Dos pesetas.
Me ha gustado, y como siempre no es modelo, pero esos primeros planos de dos minutos con los ojos del bueno y el malo alternándose en pantalla son inolvidables.
El otro día intente sentar a un jovenzuelo a ver una y, riéndose, llamó a otro y le dijo ¡Mira Sergio, una peli sin efectos ni “ná”!
Caso imposible esta juventud, y la de antes también si mal no recuerdo.
Y James Dean, Tony Curtis, Kirk Douglas, Gregory Peck, Audry Hepburn, , Paul Newman, Burt Lancaster, Ava Gadner, Charltón Hestón, Groucho Marx, Cary Grant, Clark Gable, Marylin Monroe, Marlón Brando, James Stewart….. Ellos y otrós que ahora no me vienen a la mente son los grandes referentes del septimo arte en los cincuenta y primeros sesenta; enhorabuena Luis, comparto la afición por el «en blanco y negro». En Radio 3 de RNE, fm, aparte de centrarse en musicas alternativas y/o no comerciales, ponen mucho blus, grupos que vivieron su exito en los cuarenta y los cincuenta, con ediciones musicales ya descatalogadas, etc…. tambien tienen programas dedicados a bandas sonoras de esa epoca…. toda una gozada al alcance de una minoria con aficiones no muy convencionales
Territorio novedoso y con mucho aroma al cine de siempre, en el que te vuelves a mostrar diligente y con un léxico vasto.
Como es habitual en ti, escrito con corazón y clase.
Un abrazo.