Art. de opinión (COMPLETO) de Jesús Navarro Alberola

PIEL DE TERCIOPELO

Amanece en el Camino de Santiago. No importa el pueblo ni el lugar; cada amanecer es único, distinto. Nosotros también lo somos. Cuando hago el Camino de Santiago (o, mejor dicho, cuando el Camino me hace a mí cada año), esos amaneceres únicos te enseñan que la vida no es más que una colección de instantes que se suceden y se van. En un mundo lleno de prisas, atascos y móviles sonando constantemente, pararse cada mañana a ver amanecer es un privilegio al que no podemos renunciar.

Antes de que el sol aparezca, la luna ilumina el Camino, es entonces cuando el cielo y la tierra se ven más unidos que nunca; en la oscuridad cualquier piedra parece una estrella y cualquier estrella parece una piedra. Tú no eres más que un pequeño punto en medio del infinito y el mundo que pisas, que a veces nos parece tan grande y tan importante, no es más que un pequeño grano de arena en una gran playa. En tu mente vas repitiendo las palabras que te quieres tatuar de por vida … “Escuchar más a la gente”. “Hablar menos”. “Ser más humilde”. “Ayudar al que lo está pasando mal”. “Ser menos egoísta”. Todo va entrando poco a poco, paso a paso, con la esperanza de que no salga nunca y a la vuelta del Camino seas mejor persona.

Disfrutar de esos breves soplos de felicidad en soledad nos muestra que en realidad no somos nada frente al mundo, que sólo formamos parte de un universo enorme sin fronteras pero con muchos misterios y que la brevedad de nuestras vidas es una invitación al amor y la sonrisa eternos. Cantaba Antonio Vega: «hoy soy de aquí, de donde piso». En el tiempo que dura tu propio Camino de Santiago, todo cambia. Es él quien te hace a ti, te moldea, te renueva. He hecho este mismo Camino durante muchos años, he pisado estas mismas piedras, he mirado estos mismos árboles, he descansado en estos mismos lugares, y todo me es diferente cada vez: las piedras, los árboles, los lugares… yo mismo.

El Camino, como el Amor, es algo que se hace paso a paso, jornada tras jornada. Y al igual que en el Amor, en el Camino también hay sus días duros, sus días de viento y lluvia, de aire frío, de cansancio en las piernas y miradas caídas, de hombros gastados por el peso en la espalda; pero en el Camino y en el Amor lo importante es la suma de los buenos momentos —el beber agua fresca de una fuente, una cena íntima con nuestra pareja, la quietud de una abadía oscura, el abrazo nocturno de la mujer que nos ama — y, ante todo, el final del trayecto, el destino como punto de llegada y de comienzo al mismo tiempo. Porque cuando terminas el Camino de Santiago, cuando llegas a tu punto final, eres ya una persona nueva; ahí es donde empieza de nuevo el Camino, el tuyo propio. Sin embargo, el Amor, el verdadero amor, el que eriza la piel y aún sonroja a pesar de los años, no termina: acaricia con fuerza el puño de los amantes, está presente en las miradas y en las sonrisas cómplices y en esas respiraciones acompasadas y simétricas que parecen un solo corazón latiendo al unísono por siempre.

El Camino de Santiago es como la amada, nuestra compañera de viaje, hacia delante pero también hacia dentro, hacia uno mismo, hacia el conocimiento interior: a veces es duro como papel de lija, pero acaba siendo siempre, como nos sigue susurrando al oído Antonio Vega, «piel de terciopelo que cubre a mis pies el mundo entero». El amor también es espinoso, pero al final lo que queda es esa piel de terciopelo, el suave tacto de la mujer que nos quiere, su mirada apasionada, su voz por teléfono cuando hace unos días que no la hemos visto… Tal vez el mejor lugar para conocerse uno mismo sea este Camino por el que los siglos parecen no pasar. Un Camino en el que también llegamos a conocer profundamente a otras personas, peregrinos de otros lugares. El poeta francés Germain Nouveau decía que el Camino tiene el don de lenguas. Completamente acertado. En un mundo de miradas agachadas, sonrisas vacías y frases huecas, el Camino invita a la conversación. No importa de dónde seas, de qué raza o de qué cultura. Aquí, en el Camino, junto al románico adusto que nos legó la Historia, el rico y el pobre se igualan, el poderoso y el humilde se asemejan: a ambos les duelen los pies, ambos han madrugado para ver la misma salida del sol, ambos dormirán en camas frías que antes fueron ocupadas por los sueños de otros peregrinos. Álvaro Cunqueiro, escritor gallego que impulsó, en los años 50 y 60 del siglo XX la recuperación del Camino de Santiago original, dejó fiel constancia de ello: «El peregrino de hoy se detiene a contemplar la áspera subida de antaño. La hicieron santos, reyes y reinas, y mucha gente humilde, de las Europas, artesana y campesina, con sus pecados y sus esperanzas».

Con sus pecados y sus esperanzas… Y yo añadiría también con sus motivaciones. Cada cual inicia el Camino por un motivo, no solo el religioso. El conocimiento interior es lo básico, lo común a todos los peregrinos. Ya vayas tú solo o en un grupo numeroso, cuando llega la puesta de sol y toca descansar, rodeado de la naturaleza inmensa del Camino francés, vuelves a estar contigo mismo.

Y esas noches se aparece la Amada, la Madre, la Amante, que nos invita a seguir nuestra ruta, que nos anima a seguir caminando, con el destino puesto en la comprensión (la nuestra propia y la nuestra con quienes nos rodean).

Esas noches vuelve a sonar aquella canción de Antonio Vega: «aquel mi hogar de cualquier sitio, hoy soy de aquí, de donde piso, piel de terciopelo que cubre a mis pies el mundo entero…». Mañana no sé dónde estaré, pero sé a ciencia cierta que tendré un propósito, un punto al que llegar, una sonrisa que ofrecer, un beso que dar, un gracias que decir y todo el amor de la gente que me quiere y me acompaña en este que es mi viaje por la vida.

Jesús Navarro Alberola

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1 COMENTARIO

  1. volví del camino solo,
    solo como lo empecé,
    mientras la vida me lleve,
    por él andaré, despacio.

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