El kitsch y la dictadura del corazón | Artículo de opinión Charly Rebel

“… Sabina le explicó una vez a Teresa el sentido de sus cuadros: delante hay una mentira comprensible y detrás una verdad incomprensible.”

Milan Kundera. La Insoportable levedad del ser.

Ahora que se vislumbran elecciones en el horizonte (válgame el cliché), es un buen momento para asfaltar calles, inaugurar parques y leer o releer el capítulo La Gran Marcha que aparece en La Insoportable Levedad del Ser de Milan Kundera.

“Siempre que hay una crisis de valores aparece el kitsch”, decía Herman Broch. Pero si además es el momento de que los ojos se fijen en el candidato, aparece en escena con su disfraz político (uno de tantos) acompañado de  sus imágenes, palabras y arquetipos. Con el fin de agradar al máximo número de gente, en su discurso se recurre a ahuecar las palabras para que emocionen en forma de eslóganes y promesas.

Los medios de comunicación ya lo hacen a diario: convierten nuestra estética, nuestra política y nuestra vida en kitsch. Y al final esto nos hace sospechar de nosotros mismos: ¿qué hay de verdad y qué está impuesto cuando miramos nuestro reflejo, el del alma o el de nuestros pensamientos y creencias?

Esta palabra que suena a chasquido nace en Alemania a mediados del XIX para definir una actitud que pretende agradar a todo el mundo. Quizás me esté condicionando en este momento que escribo estas palabras. Nadie se escapa de él.

Kundera hace una clasificación  en la que distingue  cuatro tipos de mirada bajo la cual queremos vivir: la que se rodea de ojos anónimos que nos vigilan, como es el caso de influencers y famosos de todo tipo; los que necesitan rodearse de muchos amigos (¿suena a Facebook?); los que necesitan la mirada de la persona amada y los que necesitan la mirada imaginaria de personas ausentes. A mí me parece que podríamos considerar la mirada del espejo: esos ojos invertidos del que nos mira y que pertenecen al resultado de nuestra vida y que pertenecen al rostro del que somos responsables (Albert Camus). Los ojos del pasado, que nos juzgan con su mirada nostálgica, y los ojos que anhelan el futuro en el que nos queremos convertir y al que tanta fe y esperanza le procuramos. Y cómo no considerar los ojos de Dios, incluso los del T.J. Eckleburg en El Gran Gatsby o los del Gran Hermano de Orwell.


El kitsch nos tiene atrapados a tal punto que es difícil deshacerse de él. No sabemos bien cómo se ha instalado en nuestras vidas y cómo influye nuestra visión del mundo y nuestras decisiones. Se convierte en la dictadura del corazón una vez se ha instalado bien en nuestras emociones.

Lo queramos o no, acabamos convirtiéndonos en Kitsch antes de pasar al olvido, nos advierte Kundera.

¿Quién es su enemigo? La persona que pregunta, la que cuestiona el status quo, la que cultiva el espíritu crítico y no se deja arrastrar por La gran marcha, cuestionándola. Pregúntese qué es lo que quiere de verdad, rasgue el lienzo e intente comprender esa verdad incomprensible. Dice Vaclav Belohadsky: “La gran tesis de Kundera es que la verdad que no tiene conocimiento de la verdad opuesta es un kitsch”. Las imágenes que nos rodean han desterrado nuestra trascendencia emocional y espiritual y nos está convirtiendo en objetos, de ahí la importancia del cuerpo; y esto nos empuja a conformar nuestra realidad con cosas efímeras y obsolescentes (una cultura líquida, Zigmunt Bauman).

El kitsch nos quiere bellos y perfectos, como filtrados por PhotoShop: es el maquillaje de lo que hay de inaceptable en la realidad humana; es el estado totalitario perfecto, el mundo Feliz de Huxley o el orweliano de 1984. En el kitsch totalitario las respuestas están dadas; no hay preguntas, no se puede ir contra la verdad aparente que imponen.

Ahora que tenemos democracia no convierta su corazón y en un dictador y su vida en una dictadura. Rebélese contra el kitsch, o por lo menos ofrézcale resistencia. 

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