Opinión de Jesús Navarro Alberola

La felicidad importada

El mito de Narciso se ha renovado. Ahora ya no nos miramos en las aguas cristalinas de un río creyendo que la figura reflejada en él es otra persona; ahora sabemos que la imagen que nos devuelve la cámara del móvil es un selfie, nosotros mismos, pero con la borrosa perspectiva de creer que somos más hermosos, más perfectos. Y eso es lo que procuramos exportar a los demás a través de las redes sociales: el mundo idílico de las mejores vistas, los mejores restaurantes, el mejor perfil y la sonrisa más luminosa que podamos forzar. Al mismo tiempo, las fotografías que vemos de los demás (en una sarta de encuadres perfectos y vidas casi hollywoodienses) nos sitúan ante un abanico de falsa felicidad que no hace más que hundirnos en la rueda peligrosa de creer que nuestra vida, que nunca será tan apasionante como las vidas que soñamos tener, carece de sentido o está vacía. Vivimos en la era de la felicidad importada, sin apreciar que lo que verdaderamente importa es la felicidad que llevamos con nosotros.

Se pasa la adolescencia buscando la felicidad en vasos de tubo, bailando en aparcamientos vacíos de centros comerciales solitarios; o peor, creyendo que los amigos de verdad son aquellos que nos regalan un gramo de viaje hacia la nada. Se nos pasa la vida deseando el coche del vecino, la mujer del amigo y el sueldo del jefe, y nos perdemos la felicidad de las pequeñas cosas. Tratamos de bebernos la vida a tragos y puede que descubramos que todo sabe mejor a pequeños sorbos cuando ya es demasiado tarde, cuando los atracones de luz que nos dimos impidieron que disfrutáramos del último rayo de sol de la tarde, el más débil, pero que contenía la fuerza suficiente para avivar la llama de una larga noche de amor. Nos pasamos la vida esperando algo que llegará (algo mejor, sin duda) y nos perdemos la emoción del viaje. Como escribió Cavafis, desea que el camino de tu vida esté «lleno de aventuras y de experiencias». Recuerdo ahora, como cada día desde que me faltan, a los amigos que ya no están en este mundo, Herve Defforey, entre ellos, una de las fortunas más grandes de Europa, que lo tenía todo y sin embargo era feliz con algo tan normal para nosotros como es una paella. Venía a verme, hablábamos, conversábamos horas compartiendo un buen arroz en Pinoso y nada más. Porque a veces no hace falta nada más: la compañía del amigo, la sonrisa del hermano, saber que nuestra mano tiene al lado la mano afable de nuestra compañera de vida.

Hoy se ve una felicidad forzada, casi trabajada a golpe de clic, auspiciada por los cientos de seguidores que se ansían para aumentar el ego. Y, de la otra parte de la pantalla, África se asoma a la ventana de nuestras vidas con el deseo de alcanzar esa fingida felicidad. Es la mentira que les hacemos creer desde Occidente: venid aquí, podéis conseguirlo también, es tan fácil como abandonar toda la esperanza. Lo que sucede es que, tras las puertas de ese Mediterráneo negro, se esconde un infierno dantesco donde los sueños se ahogan y la vida se agota. Donde la tierra de las oportunidades es un océano de cemento en el que vender gafas y bolsos que nadie quiere como precio a soportar la xenofobia y el desprecio. Y todo con tal de alcanzar esa mentira que les hemos construido a la medida de nuestros deseos. Mientras tanto, nosotros, desde la comodidad del sofá y el estrés de nuestro día a día, deseamos ir a África para desconectar.

Nadie parece ser feliz. Y no se trata de conformarse en la desgracia, sino de contemplar la belleza de cuanto nos rodea. La belleza o la realidad. Porque lo único cierto es que Europa envejece a pasos agigantados. El continente que una vez fue motor del mundo, imperio cultural y lengua universal, hoy tan solo representa el 10 % de la población mundial. E irá a menos, no solo en población, sino en poder económico, militar, político… España, por su parte, está jugando un peligroso papel de parque temático de sol, playa, paellas en la costa y toros donde la felicidad importada será la única clientela. La pregunta es: ¿queremos esto? ¿No hay otro camino? Espero que sí. Nos merecemos ser un modelo de felicidad real, de respeto a la naturaleza y a la sostenibilidad. No vendamos esa felicidad de mentira. No nos convirtamos en Narcisos modernos. Más allá de las pantallas están la piel, los brazos y los corazones de quienes nos quieren con los ojos cerrados y las almas de par en par. Ahí está la verdadera felicidad. No busques más.

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