Desde mi atalaya
(El artículo tiene ya algún tiempo, pero hemos querido retomarlo en relación con el tercer centenario del nacimiento del marino, que se celebrará el próximo año)
Vivo feliz y tranquilo en el centro de una plaza que no lleva mi nombre.
He visto despertar y mudar al pueblo con el mismo amor que el padre contempla el pausado crecimiento del hijo. Las calles han modificado sus cauces, sus anchuras, sus ecos… Y hoy presido lujos para mí extraños que, sin embargo, advierto como fenomenales avances de lo que llamáis ‘prosperidad’.
Los inviernos ciernen sobre mí la escarcha de un silencio que me atormenta, que me asusta; pero las mañanas llegan con la presencia de una humanidad generosa y cercana. La vida transita alrededor de mi figura. Os veo atados a los ajetreos diarios y enzarzados en vuestras disputas. Los niños me atosigan posando sus manos en mis inmóviles pies farfullando querencias ininteligibles; las madres les reprochan la travesura con cachetes que no evitan, en cambio, su reincidencia; y hasta los pelotazos de los más inquietos golpean, sin pudor, mi enjuto aspecto de aparente espectro sin vida.
Ululares de sirenas alertan mis sentidos. Jóvenes altruistas con una cruz roja en la espalda veo cómo se afanan en evitar a terceros un fatal cortejo con la muerte. A mi derecha, hombres de ley tratan de impedir incívicas conductas; y si giro un poco más, hallo el esqueleto civil y político de todo un pueblo reuniéndose bajo los insignes soportales de la urbanidad: el Ayuntamiento. Hasta he escuchado las campanas de la iglesia materializar un feliz desposorio, poco después, muy poco después de oír con dolor cómo sus repiques lloran un dramático jugueteo con los cielos de alguien que nos deja.
Durante el invierno, entre mimos y cuidados, descansa la Santa en lo más alto del pueblo, en el Santuario de Novelda. Pero cada verano me visita cuando el mes de julio se ha desperezado y los calores llevan días anunciando fiestas, luces y alegría. La veo entonces temblequear sobre vocaciones y entusiasmos. Entra en la parroquia, casi llorosa, Santa María Magdalena, para recibir el conveniente tributo de un pueblo entregado, y que piensa que tocar sus pies es garantía de expiación de faltas o, ¡quién sabe!, quizás hasta de buena cosecha.
En ese tiempo de Fiestas, detrás de mí tiene lugar la ficción recreada de la contienda entre Moros y Cristianos. Decenas de personas me rodean, sin hablar conmigo; si acaso me miran y señalan. Yo contemplo la escena y busco una comunicación que me resulta inútil. No hallo respuesta, ni en sus párpados ni en sus voces: me basta con verles contentos en el testimonio de una herencia trabajosamente ganada.
Las golondrinas describen espirales en una atmósfera estancada por el calor. Les encanta ensuciar mi épico traje de marino desde la cobarde altura de lo inaccesible. Sólo las lluvias, si llegan, me dejan listo y reluciente para seguir en busca de mi permanente idilio con el mar, mientras recreo a solas mis vivencias en una memoria que no tiene prisa.
Se desarrollan las más fervorosas celebraciones sociales…
Se me honra con las jóvenes feminidades que anualmente renuevan un reinado, no diseñado para bellezas o elegancias, sino para azares agitados en el aire: el abanico. Si el fútbol adquiere protagonismo, me travisten con la camiseta del equipo del pueblo; las gentes colocan una bufanda sobre mi cuello y todos juntos entonan vítores a los héroes de la pelota. Y hasta algunas parejitas que buscan cariños en los bancos de la plaza, en ese multicolor paisaje de vida, son advertidas por estos ojos discretos que todo ven y nada cuentan. Cuando oscurece, me siento solo. Únicamente el silbar del viento, la compañía de un ave que se posa sobre mi cabeza o el rocío que me cubre, me adormecen en los oníricos pensamientos de mis viajes y mis ciencias.
Soy roca enhiesta que ve pasar la vida…
Aventuras pellizcadas de sal y libros me han dado un sitio entre todos vosotros. Amo la villa y a sus gentes, como amé los enfurecidos océanos y sus altaneras crestas. Siempre me llevaron los deseos de superación, las naturalezas ignotas, los secretos guardados en los pliegues de las olas…
Y los nudos de mis viajes me legaron un lugar preferente entre quienes sois la más clara herencia de los ánimos de mi sangre. En esta plaza en la que tanto ayer y hoy confluyen.
Siempre os veré desde lo alto. Siempre.
Nota: Dedicado a Jorge Juan y Santacilia, científico y marino español (1713-1773) cuya estatua preside la Plaça Vella de Novelda.
Brillante Claudio.Brillante.
Atila.
Como siempre, un placer leer tus articulos, gracias.
Una vez más, un artículo fantástico. Lírica pura…. FELICIDADES CLAUDIO!!